sábado, 13 de enero de 2024

 

                                  LA ECRUCIJADA DEL MUNDO ACTUAL

 

       A todos los que sienten miedo y angustia, ante las adversidades de la vida y el destino”

 

Antonio Mercado Flórez. Filósofo y Pensador.

 

Por lo acaecido en los últimos espacios de tiempo, existe la sensación que el hombre moderno está sometida al frío asedio y cerco del dolor; y se convirtió junto al miedo, en una segunda naturaleza del ser humano. El hombre actual está siendo despojado de su fortaleza, la libertad, el espíritu, la mente y las tomas de decisiones, y se entrega desnudo y solitario, al festín de poderes fríos e insaciables. Poderes demoníacos que en la actualidad han tomado rostro de nuevo; y el espectro fantasmagórico de los instrumentos técnicos y las máquinas, siembra los campos y las ciudades de desasosiego, angustia y sufrimiento. El camino que trazan se asemeja a una ruta de espanto y miedo, un baile entre rosales.

Sin embargo, la ruta se ofrece y se constituye como el único camino posible de la existencia del hombre sobre la Tierra. Entonces, el ser humano presto corre al festín que brindan esos hombres poderosos, desalmados y demoníacos, en nombre de dioses nuevos; dioses que arrasan con todo lo que encuentran a su paso, porque necesitan espacio para construir. Este no es otro, que el mundo de los titanes y del titanismo y las máquinas. No es casual que en las atrocidades del mundo contemporáneo desempeñe la ciencia un papel significativo. En los cuadros del Bosco, de Brueghel y de Cranach –nos recuerda Jünger– el aspecto de las máquinas provoca un género especial de espanto: son símbolos de la agresión disfrazada de máquinas, que es la agresión más fría e insaciable de todas.

Sabemos que la vida del hombre contemporáneo está asediada como una fortaleza, por el dolor, la exclusión social, el sufrimiento, el odio y el miedo. No existe ninguna situación de la existencia que escape al asedio. Si la fortaleza cae, y el hombre se convierte sólo, absolutamente sólo, en instrumento de la ciencia, la técnica o el poder, es posible que de paso a una nueva estructura; a una nueva ética, a una nueva estética.

Sobre las grandes ciudades observamos cómo se esparcen negros nubarrones, un vapor espeso y nauseabundo que contrita los corazones y el alma de las personas. Las ruedas están al rojo vivo y los instrumentos técnicos hacen su agosto; significa que la batalla está en el cenit de su esplendor. Sí Nietzsche pensó que era ciudadano del siglo XXI, y lo consideraba su patria espiritual, las reflexiones están ahí. Jünger, cree, que vivimos en los umbrales de la época de los titanes, el confort técnico y el automatismo que arrastran tras de sí, sus propios conocimientos y una nueva voluntad de poder. En su obra El Trabajador, Jünger desde una visión fragmentaria y discontinua como un relampaguear, narra la decadencia y la disolución de los valores del Orden Burgués. Un orden que debajo de la cobija del sentimentalismo y la indiferencia, cree eliminar el hostigante y frío asedio del dolor, el hambre, la injusticia, el miedo o la muerte.

Una razón evidente, los valores existentes no responden ya a las necesidades y esperanzas humanas. Porque su lugar lo ocupa otra figura y, se escuchan los ritmos de la ciencia y la técnica, de una parte; y, por otra, la algarabía del mundo dineral y la fría lengua de los lenguajes digitales. Esta transformación de los valores que anunció Nietzsche y Jünger, condensan el nuevo “tipo” de voluntad de poder. Y una de las formas que tomó en esta alta civilización técnica y de masas es, la nula atención que presta a nuestras necesidades y órdenes de valores.

El dolor y el miedo, son indiferentes a las inferencias que provienen de la escala de valores del mundo moderno. Son indiferentes a la cultura humanista, lo que hace de la vida algo digno de ser vivida, como dijo T. S. Eliot. De ahí que se concatenan con el lenguaje que se habla en la Gran ciudad; el de la técnica, la ciencia, las formas jurídicas, la estadística, el mundo dineral y el Gran Poder. Esta cromaticidad de tornasoles de colores se observa en el paisaje de Occidente, y están sustituyendo las de épocas precedentes.

Así pues, a la vida plácida y segura del Orden Burgués de mediados del siglo XIX y principios del XX, le corresponde una agitada y atormentada en el transcurso del siglo XX y principios del XXI. Y su cristalización más refinada y atroz se observa en la Gran ciudad. Por eso, la imagen que llevamos en nuestro interior de una tranquilidad perdida y unas esperanzas frustradas, tienen mayor autoridad que la verdad histórica. Los hechos podrán refutar esa autoridad, pero no eliminarla. Semejante autoridad tiene que ver con profundas necesidades espirituales, psicológicas y morales. Que durante cientos de años han permitido que las culturas y las civilizaciones, florezcan y mueran sobre el globo terráqueo.

En este orden de ideas, la literatura, el arte, la religión, la filosofía, la arquitectura, la música, la sociología, la arqueología, la antropología, la historia, etc., han dado testimonio de ello. Los sabios saben que la historia se muda y cambia de forma, pero lo esencial que la determina, permanece. Por eso, “el mito es más fuerte que la historia; ésta lo repite en variantes”. En el seno de las colectividades humanas, las variantes del mito casi siempre pasan desapercibidas. Porque los ojos de la conciencia común están obnubilados por lo inmediato y necesario de la existencia ordinaria.

En épocas de crisis o de tránsito, el modelo es más fuerte que la copia; ésta es fugaz como la fragilidad de la existencia individual, mientras el modelo y la esencia, permanecen ante las inclemencias de lo elemental y las atrocidades humanas. Esto permite que el hombre siga luchando por la vida y las satisfacciones que ofrece la existencia cotidiana, y se sobreponga a las adversidades humanas.

En la cultura occidental contemporánea esa sensación de desasosiego, de retorno a lo atávico -la violencia, la guerra, la inseguridad, el sufrimiento, el miedo -, da la impresión que vivimos un nuevo quebrantamiento de los valores. Porque los que sirven como fundamento de la cultura y la civilización occidental contemporánea, no responden ya a los requerimientos más profundos de la Gramática de la vida. Esto crea una sensación de incertidumbre, tanto en el orden del pensamiento como en las acciones humanas. Esa nula atención, por ejemplo, que el miedo y el dolor prestan a los órdenes de valores; son fiel reflejo que estamos inmersos en ritmos de cambios sutiles e imperceptibles.

Así pues, no existe ningún ámbito en la vida de las personas, que permanezca ajeno al vaho narcotizan te del dolor y el miedo. “En épocas tranquilas resulta fácil encubrir el hecho de que el dolor no reconoce nuestros valores”. Pero cuando una vida lozana, robusta y sana, es atacada por la enfermedad o la violencia, sentimos en lo profundo de nuestro ser, incertidumbre y miedo ante las fuerzas del azar o del destino; y sentimos que el mandato de nuestras más profundas convicciones y valores, es incapaz de detener la fatalidad. Entonces, reconocemos las fragilidades y debilidades más profundas ante las fuerzas que nos trascienden.

Como la luz de un relampaguear nos humillamos ante el poder del enigma de lo elemental y la divinidad. Y oramos, levantamos nuestra voz y las manos a nuestros dioses, cómo si esperáramos la comprensión y la recompensa que la vida nos ha negado. Un sentimiento parecido nos sobrecoge cuando muere un ser amado; sentimos en lo íntimo de nuestro ser, un vacío profundo y absoluto, como si un sueño nos trasladara a tierras remotas arrasadas por cataclismos infernales, y viéramos que en ellas reina la soledad y la tristeza.

Somos parte de tiempos insólitos y sobrecogedores donde la amenaza del dolor, el miedo o la inseguridad, se tornan significativamente más visibles. Cuando un coche bomba explosiona en Bagdad, Londres, Bruselas, Egipto o, Afganistán, sentimos que ningún grado de inteligencia, valor, experiencia ni virtud o coraje, es capaz de librarnos de la fatalidad. Somos entonces una civilización amedrentada y amenazada, y algunas veces nos sentimos incapaces de contener la amenaza y la agresión, y, entonces, nos invade la nostalgia, o la duda de la validez de nuestros valores.

Por eso, en esta alta civilización técnica y de política de masas, aun en medio de la crisis financiera más atroz de los últimos tiempos, del ataque a las instituciones democráticas y a la libertad, del paro y el hambre de millones de seres humanos, la discriminación y la xenofobia en los países desarrollados, las diversas figuras del terrorismo internacional y la violencia; el espíritu no debe inclinarse a una concepción catastrófica de la historia ni de la existencia individual. Porque esa visión de las cosas y de la vida niega el precepto divino, que el sentido de la existencia no es inmanente a la historia, sino trascendente a ella.

Así que, por este estado de cosas la consideración pesimista de la historia y de la vida, siempre ha estado presente en la historia de las civilizaciones humanas. En sus orígenes fue avalada por la casta de sabios y sacerdotes; posteriormente, por las religiones monoteístas y la ilusión óptica de reyes y gobernantes; aquende del tiempo, por filósofos como Schopenhauer. Es común, ahora, que el conocimiento y la fuerza del destino, se dejen arrastrar por el miedo y los deseos más secretos que esconden tras de sí, el dolor y el poder de la muerte.

Sabemos, que la percepción apocalíptica del mundo y de destrucción total que primó en el transcurso del siglo XX, está dando paso a una visión fragmentada y discontinua, de violencia y guerras. De la que hacen parte Estados, movimientos de liberación, agrupaciones de paramilitares, los cárteles de la droga, las guerrillas, el fundamentalismo terrorista islámico y la delincuencia común.

Esa visión de futuros campos en ruinas en los que celebra los triunfos una muerte mecánica y automática cuyo dominio no conoce límites; no se corresponde con la realidad del terrorismo internacional. Las medidas preventivas y de protección que los Estados y los organismos internacionales están tomando, nos indican que no son sofismas deliberados que obedecen a dogmas ideológicos o preceptos económicos. Sino una realidad que nos concierne a todos los que creemos en el Estado de Derecho, la democracia, la libertad, los derechos individuales de la persona humana, la justicia social. Por eso, son necesarios los espíritus fuertes que giran sobre sí mismos, que no se dejan arrastrar por la corriente catastrófica de las cosas. Sino que en momentos de catástrofes elementales y de valores en entredicho, nos ayudan a encontrar la salida.

Existe la sensación que sí los valores de la cultura occidental moderna, no responden a las verdaderas necesidades y esperanzas humanas, los lugares donde se gesta la protección y la seguridad de los ciudadanos, se quebranta. Podemos pensar que esta especie de pesimismo paraliza la capacidad de asombro y las reflexiones del pensamiento. “Al crecer el sentimiento de que el ámbito vital en su conjunto se halla cuestionado y amenazado crece también la necesidad sentida por el hombre de volverse hacia una dimensión que lo sustraiga al dominio ilimitado del dolor y a su vigencia universal”.

Sustraer la vida humana del dominio del dolor, del miedo, o de la amenaza a lo desconocido, se convierte para el hombre de hoy en “imperativo”. Casi siempre el presentimiento de las grandes catástrofes está precedido de embaucadores y demagogos, magos y curanderos, hechiceros y profetas, sectarios y dogmáticos, demagogos y farsantes, que se valen de artilugios y mentiras para sustraernos del dominio ilimitado del dolor, el sufrimiento, la angustia y el miedo.

Existen ecos que vienen de la otra orilla del río, y cuya lengua nos comunica “que la seguridad y la protección que una vez nos ofreció el resguardo de la vida privada y la seguridad en las calles; el imperio de la ley; el reconocimiento espontáneo del singular papel económico y civilizador que tienen las artes, la ciencia y la técnica; la coexistencia pacífica de los Estados”; el espíritu que las anima y los conceptos generales que los sustentan, estuvieran resquebrajados.

Semejante anhelo de seguridad y protección que el hombre moderno evoca, tiene que ver con profundas necesidades psicológicas, éticas y morales. No es que volvamos al pasado, a un estado involucionista y atrofiado por el ensimismamiento, sino que el Estado, las instituciones y las sociedades cumplan la función social que les corresponde.

                                                Madrid-España a 11/01/2024

 

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