LA ECRUCIJADA DEL MUNDO ACTUAL
“A
todos los que sienten miedo y angustia, ante las adversidades de la vida y el
destino”
Antonio
Mercado Flórez. Filósofo y Pensador.
Por
lo acaecido en los últimos espacios de tiempo, existe la sensación que el
hombre moderno está sometida al frío asedio y cerco del dolor; y se convirtió
junto al miedo, en una segunda naturaleza del ser humano. El hombre actual está
siendo despojado de su fortaleza, la libertad, el espíritu, la mente y las
tomas de decisiones, y se entrega desnudo y solitario, al festín de poderes
fríos e insaciables. Poderes demoníacos que en la actualidad han tomado rostro
de nuevo; y el espectro fantasmagórico de los instrumentos técnicos y las
máquinas, siembra los campos y las ciudades de desasosiego, angustia y
sufrimiento. El camino que trazan se asemeja a una ruta de espanto y miedo, un
baile entre rosales.
Sin
embargo, la ruta se ofrece y se constituye como el único camino posible de la
existencia del hombre sobre la Tierra. Entonces, el ser humano presto corre al
festín que brindan esos hombres poderosos, desalmados y demoníacos, en nombre
de dioses nuevos; dioses que arrasan con todo lo que encuentran a su paso,
porque necesitan espacio para construir. Este no es otro, que el mundo de los titanes y del titanismo y las máquinas.
No es casual que en las atrocidades del mundo contemporáneo desempeñe la
ciencia un papel significativo. En los cuadros del Bosco, de Brueghel y de
Cranach –nos recuerda Jünger– el aspecto de las máquinas provoca un género
especial de espanto: son símbolos de la agresión disfrazada de máquinas, que es
la agresión más fría e insaciable de todas.
Sabemos
que la vida del hombre contemporáneo está asediada como una fortaleza, por el
dolor, la exclusión social, el sufrimiento, el odio y el miedo. No existe
ninguna situación de la existencia que escape al asedio. Si la fortaleza cae, y
el hombre se convierte sólo, absolutamente sólo, en instrumento de la ciencia,
la técnica o el poder, es posible que de paso a una nueva estructura; a una
nueva ética, a una nueva estética.
Sobre
las grandes ciudades observamos cómo se esparcen negros nubarrones, un vapor
espeso y nauseabundo que contrita los corazones y el alma de las personas. Las
ruedas están al rojo vivo y los instrumentos técnicos hacen su agosto; significa
que la batalla está en el cenit de su esplendor. Sí Nietzsche pensó que era
ciudadano del siglo XXI, y lo consideraba su patria espiritual, las reflexiones
están ahí. Jünger, cree, que vivimos en los umbrales de la época de los
titanes, el confort técnico y el automatismo que arrastran tras de sí, sus
propios conocimientos y una nueva voluntad de poder. En su obra El Trabajador, Jünger desde una visión
fragmentaria y discontinua como un relampaguear, narra la decadencia y la
disolución de los valores del Orden Burgués. Un orden que debajo de la cobija
del sentimentalismo y la indiferencia, cree eliminar el hostigante y frío
asedio del dolor, el hambre, la injusticia, el miedo o la muerte.
Una
razón evidente, los valores existentes no responden ya a las necesidades y
esperanzas humanas. Porque su lugar lo ocupa otra figura y, se escuchan los ritmos de la ciencia y la técnica, de una
parte; y, por otra, la algarabía del mundo dineral y la fría lengua de los
lenguajes digitales. Esta transformación de los valores que anunció Nietzsche y
Jünger, condensan el nuevo “tipo” de
voluntad de poder. Y una de las formas que tomó en esta alta civilización
técnica y de masas es, la nula atención que presta a nuestras necesidades y
órdenes de valores.
El
dolor y el miedo, son indiferentes a las inferencias que provienen de la escala
de valores del mundo moderno. Son indiferentes a la cultura humanista, lo que
hace de la vida algo digno de ser vivida, como dijo T. S. Eliot. De ahí que se
concatenan con el lenguaje que se habla en la Gran ciudad; el de la técnica, la
ciencia, las formas jurídicas, la estadística, el mundo dineral y el Gran Poder. Esta cromaticidad de
tornasoles de colores se observa en el paisaje de Occidente, y están
sustituyendo las de épocas precedentes.
Así
pues, a la vida plácida y segura del Orden Burgués de mediados del siglo XIX y
principios del XX, le corresponde una agitada y atormentada en el transcurso
del siglo XX y principios del XXI. Y su cristalización más refinada y atroz se
observa en la Gran ciudad. Por eso,
la imagen que llevamos en nuestro interior de una tranquilidad perdida y unas
esperanzas frustradas, tienen mayor autoridad que la verdad histórica. Los
hechos podrán refutar esa autoridad, pero no eliminarla. Semejante autoridad
tiene que ver con profundas necesidades espirituales, psicológicas y morales.
Que durante cientos de años han permitido que las culturas y las
civilizaciones, florezcan y mueran sobre el globo terráqueo.
En
este orden de ideas, la literatura, el arte, la religión, la filosofía, la
arquitectura, la música, la sociología, la arqueología, la antropología, la
historia, etc., han dado testimonio de ello. Los sabios saben que la historia
se muda y cambia de forma, pero lo esencial que la determina, permanece. Por eso,
“el mito es más fuerte que la historia; ésta lo repite en variantes”. En el
seno de las colectividades humanas, las variantes del mito casi siempre pasan
desapercibidas. Porque los ojos de la conciencia común están obnubilados por lo
inmediato y necesario de la existencia ordinaria.
En
épocas de crisis o de tránsito, el modelo es más fuerte que la copia; ésta es
fugaz como la fragilidad de la existencia individual, mientras el modelo y la
esencia, permanecen ante las inclemencias de lo elemental y las atrocidades
humanas. Esto permite que el hombre siga luchando por la vida y las
satisfacciones que ofrece la existencia cotidiana, y se sobreponga a las
adversidades humanas.
En
la cultura occidental contemporánea esa sensación de desasosiego, de retorno a lo
atávico -la violencia, la guerra, la inseguridad, el sufrimiento, el miedo -,
da la impresión que vivimos un nuevo quebrantamiento de los valores. Porque los
que sirven como fundamento de la cultura y la civilización occidental
contemporánea, no responden ya a los requerimientos más profundos de la Gramática de la vida. Esto crea una
sensación de incertidumbre, tanto en el orden del pensamiento como en las
acciones humanas. Esa nula atención, por ejemplo, que el miedo y el dolor
prestan a los órdenes de valores; son fiel reflejo que estamos inmersos en
ritmos de cambios sutiles e imperceptibles.
Así
pues, no existe ningún ámbito en la vida de las personas, que permanezca ajeno
al vaho narcotizan te del dolor y el miedo. “En épocas tranquilas resulta fácil
encubrir el hecho de que el dolor no reconoce nuestros valores”. Pero cuando una
vida lozana, robusta y sana, es atacada por la enfermedad o la violencia,
sentimos en lo profundo de nuestro ser, incertidumbre y miedo ante las fuerzas
del azar o del destino; y sentimos que el mandato de nuestras más profundas
convicciones y valores, es incapaz de detener la fatalidad. Entonces,
reconocemos las fragilidades y debilidades más profundas ante las fuerzas que
nos trascienden.
Como
la luz de un relampaguear nos humillamos ante el poder del enigma de lo
elemental y la divinidad. Y oramos, levantamos nuestra voz y las manos a
nuestros dioses, cómo si esperáramos la comprensión y la recompensa que la vida
nos ha negado. Un sentimiento parecido nos sobrecoge cuando muere un ser amado;
sentimos en lo íntimo de nuestro ser, un vacío profundo y absoluto, como si un
sueño nos trasladara a tierras remotas arrasadas por cataclismos infernales, y
viéramos que en ellas reina la soledad y la tristeza.
Somos
parte de tiempos insólitos y sobrecogedores donde la amenaza del dolor, el
miedo o la inseguridad, se tornan significativamente más visibles. Cuando un
coche bomba explosiona en Bagdad, Londres, Bruselas, Egipto o, Afganistán,
sentimos que ningún grado de inteligencia, valor, experiencia ni virtud o
coraje, es capaz de librarnos de la fatalidad. Somos entonces una civilización
amedrentada y amenazada, y algunas veces nos sentimos incapaces de contener la
amenaza y la agresión, y, entonces, nos invade la nostalgia, o la duda de la
validez de nuestros valores.
Por
eso, en esta alta civilización técnica y de política de masas, aun en medio de
la crisis financiera más atroz de los últimos tiempos, del ataque a las
instituciones democráticas y a la libertad, del paro y el hambre de millones de
seres humanos, la discriminación y la xenofobia en los países desarrollados,
las diversas figuras del terrorismo internacional y la violencia; el espíritu
no debe inclinarse a una concepción catastrófica de la historia ni de la existencia
individual. Porque esa visión de las cosas y de la vida niega el precepto
divino, que el sentido de la existencia no es inmanente a la historia, sino
trascendente a ella.
Así
que, por este estado de cosas la consideración pesimista de la historia y de la
vida, siempre ha estado presente en la historia de las civilizaciones humanas.
En sus orígenes fue avalada por la casta de sabios y sacerdotes;
posteriormente, por las religiones monoteístas y la ilusión óptica de reyes y
gobernantes; aquende del tiempo, por filósofos como Schopenhauer. Es común,
ahora, que el conocimiento y la fuerza del destino, se dejen arrastrar por el
miedo y los deseos más secretos que esconden tras de sí, el dolor y el poder de
la muerte.
Sabemos,
que la percepción apocalíptica del mundo y de destrucción total que primó en el
transcurso del siglo XX, está dando paso a una visión fragmentada y
discontinua, de violencia y guerras. De la que hacen parte Estados, movimientos
de liberación, agrupaciones de paramilitares, los cárteles de la droga, las
guerrillas, el fundamentalismo terrorista islámico y la delincuencia común.
Esa
visión de futuros campos en ruinas en los que celebra los triunfos una muerte
mecánica y automática cuyo dominio no conoce límites; no se corresponde con la realidad
del terrorismo internacional. Las medidas preventivas y de protección que los
Estados y los organismos internacionales están tomando, nos indican que no son
sofismas deliberados que obedecen a dogmas ideológicos o preceptos económicos.
Sino una realidad que nos concierne a todos los que creemos en el Estado de
Derecho, la democracia, la libertad, los derechos individuales de la persona
humana, la justicia social. Por eso, son necesarios los espíritus fuertes que
giran sobre sí mismos, que no se dejan arrastrar por la corriente catastrófica
de las cosas. Sino que en momentos de catástrofes elementales y de valores en
entredicho, nos ayudan a encontrar la salida.
Existe
la sensación que sí los valores de la cultura occidental moderna, no responden
a las verdaderas necesidades y esperanzas humanas, los lugares donde se gesta
la protección y la seguridad de los ciudadanos, se quebranta. Podemos pensar
que esta especie de pesimismo paraliza la capacidad de asombro y las
reflexiones del pensamiento. “Al crecer el sentimiento de que el ámbito vital
en su conjunto se halla cuestionado y amenazado crece también la necesidad
sentida por el hombre de volverse hacia una dimensión que lo sustraiga al
dominio ilimitado del dolor y a su vigencia universal”.
Sustraer
la vida humana del dominio del dolor, del miedo, o de la amenaza a lo
desconocido, se convierte para el hombre de hoy en “imperativo”. Casi siempre
el presentimiento de las grandes catástrofes está precedido de embaucadores y
demagogos, magos y curanderos, hechiceros y profetas, sectarios y dogmáticos,
demagogos y farsantes, que se valen de artilugios y mentiras para sustraernos
del dominio ilimitado del dolor, el sufrimiento, la angustia y el miedo.
Existen
ecos que vienen de la otra orilla del río, y cuya lengua nos comunica “que la
seguridad y la protección que una vez nos ofreció el resguardo de la vida
privada y la seguridad en las calles; el imperio de la ley; el reconocimiento
espontáneo del singular papel económico y civilizador que tienen las artes, la
ciencia y la técnica; la coexistencia pacífica de los Estados”; el espíritu que
las anima y los conceptos generales que los sustentan, estuvieran resquebrajados.
Semejante
anhelo de seguridad y protección que el hombre moderno evoca, tiene que ver con
profundas necesidades psicológicas, éticas y morales. No es que volvamos al
pasado, a un estado involucionista y atrofiado por el ensimismamiento, sino que
el Estado, las instituciones y las sociedades cumplan la función social que les
corresponde.
Madrid-España
a 11/01/2024
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