EL RESQUEBRAJAMIENTO DE LOS VALORES
DE LA SOCIEDAD MODERNA
Madrid-España a 20/09/2024
Palabras clave: Dolor, poder, juventud, técnica, valores, miedo,
muerte, Orden Burgués.
“De
Platón a Hegel la esperanza se basaba en el humanismo de la cultura y cómo la
cultura podía desarrollar ese humanismo”.
George Steiner
Antonio
Mercado Flórez. Filósofo y Pensador.
Sabemos que la vida del hombre moderno está
asediada como una fortaleza, por el dolor, la violencia y el miedo. No existe
ninguna situación de la existencia que escape al asedio. Si la fortaleza cae, y
el hombre se convierte sólo, absolutamente sólo, en instrumento de la ciencia,
la técnica o el poder, es posible que de paso a una nueva estructura; a una
nueva ética, a una nueva estética. Y percibimos que sobre las grandes ciudades
observamos como se esparcen negros nubarrones, un vapor espeso y nauseabundo
que contrita los corazones y el alma de las personas. Las ruedas están al rojo
vivo y los instrumentos técnicos hacen su agosto; significa que la batalla está
en el cenit de su esplendor.
Sí
Nietzsche pensó que era ciudadano del siglo XXI, y lo consideraba su patria
espiritual, las reflexiones están ahí. Jünger, cree, que vivimos en los
umbrales de la época de los titanes, el confort técnico y el automatismo que
arrastran tras de sí, sus propios conocimientos y una nueva voluntad de poder.
En su obra El Trabajador, Jünger
desde una visión fragmentaria y discontinua como un relampaguear, narra la
decadencia y la disolución de los valores del Orden Burgués. Un orden que
debajo de la cobija del sentimentalismo y la indiferencia, cree eliminar el
hostigante y frío asedio de las calamidades y la barbarie del hombre moderno.
Una
razón evidente, los valores existentes no responden ya a las necesidades y
esperanzas humanas. Porque su lugar lo ocupa otra figura y, se escuchan los ritmos de la ciencia y la técnica, por
una parte; y, por otra, la algarabía del mundo dineral y la fría lengua de los
lenguajes digitales. Esta transformación de los valores que anunció Nietzsche y
Jünger, condensan el nuevo “tipo” de
voluntad de poder. Y una de las formas que tomó en esta alta civilización
técnica, es la nula atención que presta a nuestras órdenes de valores.
El
dolor y el miedo, son indiferentes a las inferencias que provienen de la escala
de valores del mundo moderno. Son indiferentes a la cultura humanista, lo que
hace de la vida algo digno de ser vivida, como dijo T. S. Eliot. De ahí que se
concatena con el lenguaje que se habla en la Gran ciudad; el de la técnica, la ciencia, las formas jurídicas, el
mundo dineral y el Gran Poder. Este
es el lenguaje de la civilización actual, que se opone al de la Cultura y las humanidades. Esta
cromaticidad de tornasoles de colores que se observa en el paisaje de
Occidente, sustituyen las de épocas precedentes.
Así
pues, a la vida plácida y segura del Orden Burgués de mediados del siglo XIX y
principios del XX, le corresponde una agitada y atormentada en el transcurso
del siglo XX y principios del XXI. Guerras nacionales, guerras entre naciones,
migraciones forzadas, hambre, xenofobia, racismo, terrorismo, etc. Y su
cristalización más refinada y atroz se observa en la Gran ciudad. Así pues, la imagen que llevamos en nuestro interior
de una tranquilidad perdida y unas esperanzas frustradas, tienen mayor
autoridad que la verdad histórica. Los hechos podrán refutar esa autoridad,
pero no eliminarla. Semejante autoridad tiene que ver con profundas necesidades
espirituales, psicológicas y morales. Que durante cientos de años han permitido
que las culturas y las civilizaciones, florezcan y mueran sobre el globo
terráqueo.
La
literatura, el arte, las religiones, la arquitectura, la sociología, la
arqueología, la antropología, la filosofía, etc., han dado testimonio de ello.
Los sabios saben que la historia muda y cambia de forma, pero lo esencial que
la determina, permanece. Por eso, “el mito es más fuerte que la historia; ésta
lo repite en variantes”. En el seno de las colectividades humanas, las
variantes del mito casi siempre pasan desapercibidas. No existe una correlación
entre el mundo simbólico de la mitología y el mundo simbólico moderno. Porque
los ojos de la conciencia común están obnubilados por lo inmediato y necesario
de la existencia ordinaria.
En
épocas de crisis o de tránsito, el modelo es más fuerte que la copia; ésta es
fugaz como la fragilidad de la existencia individual, mientras el modelo y la
esencia permanecen ante las inclemencias de lo elemental y las atrocidades
humanas. Esto permite que se siga luchando por la vida y las satisfacciones que
ofrece la existencia cotidiana, y se sobreponga a las adversidades elementales
y humanas.
Como
expresó Heidegger:
“El ser humano está “arrojado” al mundo,
significa que no elegimos nuestra existencia, sino que nos encontramos en ella
y debemos darle sentido a través de nuestras acciones y decisiones”.
En
la cultura occidental contemporánea esa sensación de desasosiego, de retorno a
lo atávico -la violencia, la guerra, la inseguridad, el sufrimiento, el miedo,
la muerte -, da la impresión que vivamos un nuevo quebrantamiento de los
valores. Porque los que sirven como fundamento de la cultura y la civilización
occidental contemporánea, no responden ya a los requerimientos más profundos de
la Gramática de la vida. Esto crea
una sensación de incertidumbre, tanto en el orden del pensamiento como en las
acciones humanas. Esa nula atención, por ejemplo, que el miedo y el dolor
prestan a los órdenes de valores; son fiel reflejo que estamos inmersos en
ritmos de cambios sutiles e imperceptibles. Así pues, no existe ningún ámbito
en la vida de las personas, que permanezca ajeno al vaho narcotizante del
dolor, el sufrimiento y el miedo. “En épocas tranquilas resulta fácil encubrir
el hecho de que el dolor no reconoce nuestros valores” –di Jünger.
Cuando
una vida lozana, robusta y bella, es atacada por la enfermedad o la violencia,
sentimos en lo profundo de nuestro ser, incertidumbre y miedo ante las fuerzas
del azar o del destino; y sentimos que el mandato de nuestras más profundas
convicciones y valores, es incapaz de detener la fatalidad. Entonces,
reconocemos las fragilidades y debilidades más profundas ante las fuerzas que
nos trascienden. Como la luz de un relampaguear nos humillamos ante el poder
del enigma de lo elemental y la divinidad. Entonces, oramos, levantamos nuestra
voz y las manos a nuestros dioses, cómo si esperáramos la comprensión y la
recompensa que la vida nos ha negado. Un sentimiento parecido nos sobrecoge
cuando muere un ser amado; sentimos en lo íntimo de nuestro ser, un vacío profundo
y absoluto, como si un sueño nos trasladara a tierras remotas arrasadas por
cataclismos infernales, y viéramos que en ellas reina la soledad y la tristeza.
Somos
parte de tiempos insólitos y sobrecogedores donde la amenaza del dolor, el
miedo o la inseguridad, se tornan significativamente más visibles. Cuando un
coche bomba explosiona en Bagdad, Londres, Bruselas, Afganistán, o, las guerras
entre naciones borran de la faz de la tierra miles de vidas inocentes
(ancianos, niños, jóvenes y adultos), sentimos que ningún grado de
inteligencia, valor, experiencia ni virtud o coraje, es capaz de librarnos de
la fatalidad. Somos entonces una civilización amedrentada y amenazada, y
algunas veces nos sentimos incapaces de contener la amenaza y la agresión, y,
entonces, nos invade la nostalgia, o la duda de la validez de nuestros valores.
Por
eso, en esta alta civilización técnica y de política de masas, aun en medio de
la crisis financiera atroz de los últimos tiempos, del ataque a las
instituciones democráticas y a la libertad, del desempleo y el hambre de
millones de seres humanos, la discriminación y la xenofobia en los países
desarrollados, las diversas figuras
del terrorismo internacional y la violencia; el espíritu no debe inclinarse a
una concepción catastrófica de la historia ni de la existencia individual.
Porque esa visión de las cosas y de la vida niega el precepto divino, que el
sentido de la existencia no es inmanente a la historia, sino trascendente a
ella.
Así
que, por este estado de cosas la
consideración pesimista de la historia y de la vida, siempre ha estado presente
en el devenir de las civilizaciones humanas. En sus orígenes fue avalada por la
casta de sabios y sacerdotes; posteriormente, por las religiones monoteístas y
la ilusión óptica de reyes y gobernantes; aquende del tiempo, por filósofos
como Schopenhauer. Es común, ahora, que el conocimiento y la fuerza del
destino, se dejen arrastrar por el miedo y los deseos más secretos que esconden
tras de sí, el dolor y el poder de la muerte.
Sabemos
que la percepción apocalíptica del mundo y destrucción total que primó en el
transcurso del siglo XX, da paso a una visión fragmentada y discontinua de
odios, violencia y guerras. De la que hacen parte los Estados, movimientos de
liberación, agrupaciones de paramilitares, los cárteles de la droga, el
fundamentalismo terrorista islámico y la delincuencia común, etc. Esta visión
de futuros campos en ruinas en los que celebra los triunfos una muerte mecánica
y automática cuyo dominio no conoce límites; no se corresponde con la realidad
del terrorismo internacional. Las medidas preventivas y protección que los
Estados Modernos y los organismos internacionales están tomando, nos indican
que no son sofismas deliberados que obedecen a dogmas ideológicos o preceptos
económicos.
Es
una realidad que nos concierne a los que creemos en el Estado de Derecho, la democracia, la libertad, los derechos
individuales de la persona humana, la justicia social. Por eso, son
necesarios los espíritus fuertes que giran sobre sí mismos, que no se dejan
arrastrar por la corriente catastrófica de las cosas y de la vida. Sino que en
momentos de catástrofes elementales y de valores en entredicho, nos ayudan a
encontrar la salida.
Existe
la sensación que sí los valores de la cultura occidental moderna, no responden
a las verdaderas necesidades y esperanzas humanas, los lugares donde se gesta
la protección y la seguridad de los ciudadanos, se quebranta. Pensamos que esta
especie de pesimismo paraliza la capacidad de asombro y las reflexiones del
pensamiento, que le dan sentido a nuestras acciones y decisiones. “Al crecer el
sentimiento de que el ámbito vital en su conjunto se halla cuestionado y
amenazado crece también la necesidad sentida por el hombre de volverse hacia
una dimensión que lo sustraiga al dominio ilimitado del dolor y a su vigencia
universal”.
Sustraer la vida humana del dominio del dolor,
del miedo, o de la amenaza a lo desconocido, se convierte para el hombre de hoy
en “imperativo”. Casi siempre el presentimiento de las grandes catástrofes está
precedido de embaucadores y demagogos, magos y curanderos, hechiceros y
profetas, sectarios y dogmáticos, charlatanes y farsantes, que se valen de
artilugios y mentiras para sustraernos del dominio ilimitado del dolor y el
miedo.
Existen
ecos que vienen de la otra orilla del río, y cuya lengua nos comunica “que la
seguridad y la protección que una vez nos ofreció el resguardo de la vida
privada y la seguridad en las calles; el imperio de la ley; el reconocimiento
espontáneo del singular papel económico y civilizador que tienen las artes, la
ciencia y la técnica; la coexistencia pacífica de los Estados nacionales”; el
espíritu que las anima y los conceptos generales que los sustentan, estuvieran
resquebrajados. Semejante anhelo de seguridad que el hombre moderno evoca,
tiene que ver con profundas necesidades psicológicas y morales. No es que
volvamos al pasado, a un estado involucionista y atrofiado por el
ensimismamiento de sí mismos, sino que el Estado, las instituciones, las sociedades
y el poder, cumplan la función social que les corresponde.
Observamos
que algunas capas del espacio voluminoso de la cultura occidental
contemporánea, los valores heredados, los usos, las costumbres, los mitos, los
ritos, etc., están “empezando a resquebrajarse y la profundidad del elemento,
que siempre estuvo ahí presente, trasparece oscuramente por las grietas y
juntas”. Sabemos que el dolor, la violencia, el miedo, la guerra, no pueden
erradicarse como un prejuicio con el instrumento de la razón, la estadística, o
la coacción de la libertad. En la conciencia occidental la negación del dolor,
como componente necesario de la vida humana y del mundo, tuvo un tardío
florecimiento en la postguerra de 1914-1918. “Unos años –dice Jünger– que se
señalan por una extraña mezcla de barbarie y humanitarismo. Un pacifismo
extremo al lado de un incremento monstruoso de los equipamientos bélicos;
cárceles de lujo al lado de los barrios de los parados, -cosas todas ellas que
parecen propias de fábulas y que reflejan un mundo lleno de maldad en el que el
barniz de la seguridad se ha mantenido únicamente en una serie de vestíbulos de
hotel”. Bueno bien, esto lo expresó Jünger a mediados del siglo XX y, ahora
observamos que las grietas en la seguridad han llegado hasta ellos.
En
los hospitales, por ejemplo, el mundo lleno de maldad, de crueldad, de
sufrimiento, es real y repugnante en países en vías de desarrollo. Donde mueren
miles de seres humanos por falta de recursos económicos, personal sanitario,
medicamentos o, infraestructuras; mientras las multinacionales farmacéuticas,
destruyen los bienes sobrantes para mantener los precios en el mercado.
Degradante también para la condición humana, que el hambre y las enfermedades
tiradas en las calles de las Grandes urbes como Río de Janeiro, Buenos Aires,
Bogotá, Madrid, México D.F o New York, etc., dan cuenta de la vida de los seres
humanos.
Somos
parte entonces de un mundo enloquecido por los instrumentos técnicos y la nueva
voluntad de poder, donde millones de hombres pobres, analfabetos, sin esperanza,
mueren por falta de recursos y oportunidades. Esto refleja no sólo una realidad
llena de maldad sino también de demonismo. Sabemos que las figuras del Demonio, del Tentador, del Maligno,
son diversas y utiliza diferentes lenguajes y máscaras para apropiarse de la
vida de los hombres y mujeres. Sólo hay que mirar lo que tenemos a nuestro
alrededor, a nuestra familia, a nuestros amigos, a nosotros mismos y, aun los
que están lejos. En el mundo del demonismo, sólo prevalece el que es fuerte en el Espíritu.
Un
ámbito como éste no solo deja tras de sí, la época de seguridad relativa,
también nos deja atónitos y desorientados en los umbrales del siglo XXI. Porque
en la época contemporánea prima la desconfianza, el caos, la violencia, la
guerra y el desequilibrio. La quiebra del sistema financiero internacional, los
desajustes sociales y económicos, el desempleo, el hambre, la inseguridad y el
terrorismo internacional, lo confirma. Son sólo fisuras en los pliegues que
cubren las realidades y los conceptos generales de las civilizaciones
contemporáneas. La conversión, por ejemplo, de los bienes en dinero o de los
vínculos naturales en jurídicos, produce una ligereza extraordinaria y una
asimismo extraordinaria libertad de movimiento de la vida.
Ahora
bien, lo efímero en lo que se convirtió la vida, se manifiesta real y
objetivamente, en la mutación del lenguaje. Son las “formas” del artificio las que dan sentido a la realidad, más no la
posibilidad del encuentro del hombre consigo mismo y el otro o, la manera como
los seres existen en el mundo y se relacionan con él. Eso que Heidegger llama “Dasein”, “ser-ahí”, o “existencia”. Por
eso el hombre atormentado y solo de la Gran
ciudad moderna, no se identifica con los vínculos naturales, la conversación
enriquecedora del espíritu, la imaginación ni con el mito de sus ancestros,
sino con las referencias del artificio: el banquero, el futbolista, el
influencer, el político, el actor de cine, la modelo, etc., que encarnan las
imágenes de las relaciones artificiales. La identificación con esos
personajes crea una especie de ensimismamiento, enajenación, y hunde al ser
humano en un vacío espiritual y de experiencias enriquecedoras.
En
este orden de ideas, la joven generación de la Cultura de lo efímero, trata de llenar el vacío existencial con los
narcóticos que la sociedad ofrece: alcohol, droga, tabaquismo, pasotismo, sexo,
pornografía, etc. Por eso son ilusiones
ópticas que esconden el sentido de realidad y los convierte en marmotas. Pero
pudimos observar en épocas precedentes, que hubo un intenso movimiento
espiritual en todos los umbrales donde hicieron su aparición los talentos. Pero
lo que ahora llama la atención es, por el contrario, el profundo silencio de la
juventud, una juventud que siempre en el devenir de la historia y los
conflictos humanos, ha estado a la vanguardia de lo que acontece. Salvo en
puntos muy precisos de nuestra historia reciente.
Habitamos
un mundo de desconfianza e inseguridad, donde “unas maquinaciones malvadas
están produciendo una descomposición tanto de nuestros recursos económicos,
espirituales y morales, como también en los raciales”. Ese sentimiento evoca no
sólo un estado de inculpación general, sino también de degradación de la
condición humana. Sí los principios generales se degradan, es porque ya no
responden a las necesidades humanas. Parece que la percepción que tenemos del
mundo, no les atañe a los ideales de los seres humanos. Esto crea una especie
de disyunción entre el sentido de realidad y la imaginación creadora. De ahí
que los instrumentos técnicos y la nueva voluntad de poder, representan la
doble cara de Jano, el haz y el envés
de las nuevas relaciones entre saber y poder. El mundo técnico y el colectivo
de ese mundo, sirven como distractores de las apetencias y las esperanzas de la
sociedad. En momentos de rebelión –de alteración del orden público o de una
revuelta– son tan eficaces que su utilización pasa desapercibida.
Estas
relaciones de fuerza cumplen la función que les corresponde, según las necesidades
del mecanismo y la economía del poder. De ahí que los problemas sociales,
políticos, económicos, de orden público y de seguridad, “como tales
proporcionan únicamente molestias. Por ahora, más bien que ser planteados, son
liquidados con rapidez, liquidados en estado embrionario, por así decirlo: es
una consecuencia de la aceleración. Están multiplicándose los sectores en que
los problemas son resueltos por las máquinas”. (Jünger).
Así que,
en la actualidad “lo que hay son centros de gravedad y hombres poderosos en los
que se concentra y gasta la energía. La primacía la tiene un elevado nivel de
conocimiento, anónimo y desconsiderado, que vencerá las resistencias políticas
y sociales allí donde tropiece con ellas”. (Jünger).
En
este orden, el ejercicio del poder legítima la degradación de los conceptos
generales y las maquinaciones malvadas de los poderosos. Por tanto, el dolor y
el sufrimiento son sólo formas exteriores de la naturaleza profunda de la
maldad y del carácter destructivo de la sociedad. Cabe observar en este umbral,
que lo elemental emerge de las profundidades y va tomando poco a poco las
formas de los conceptos generales, como también la naturaleza espiritual y
material del mundo que vivimos. En el ámbito jurídico, por ejemplo, la norma no
se corresponde con el espíritu que la vivifica. Las injusticias económicas,
políticas, sociales y culturales de la sociedad contemporánea, son sólo figuras
exteriores del espíritu que las anima. Por lo que les corresponde a los
conceptos generales, son la entelequia, lo fantasmagórico del dolor y el
sufrimiento. Esto confirma cuán profundo y arraigados están en la naturaleza de
la sociedad contemporánea.
Por
eso, ésta reflexión la ubicamos en el ámbito del lenguaje. Porque existe una esfera de éste como pensó
Walter Benjamín, extraña a la comunicativa y las convenciones que aseguran la
expresión del sentido de las palabras. Por eso se ubican en las esferas
superiores del lenguaje, y se interpretan “a través de las hendiduras de las
palabras”. La Revelación de la
realidad desde la perspectiva mística del lenguaje, nos sugiere que hay que
trabajar en el interior del ser humano.
Después
de la Segunda Guerra Mundial se creyó que el Estado de Bienestar erradicaría el
dolor, el hambre, la ignorancia, la falta de oportunidades, la maldad, las
injusticias y los desajustes estructurales de las sociedades modernas. La
seguridad del Estado de Bienestar estribaba en que el dolor y el sufrimiento
serían empujados a la periferia en provecho de un mediano bienestar. Pero lo
fundamental de las personas –los requerimientos espirituales o morales, la
necesidad de la cultura y el sentido de trascendencia, entre otros–, eran
considerados subsidiarios y no estaban a la altura del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo y sus juicios.
Pero
los que ejercían el poder estaban equivocados, porque los conceptos generales
del Orden Burgués no respondieron a los verdaderos requerimientos humanos. Ya
que la barbarie política del siglo XX, constató con el exterminio de seis
millones de judíos y cientos de miles de minorías étnicas en centro Europa, que
los órganos vitales de la cultura occidental estaban sumamente degradados.
Ahora, sí el dolor fue empujado a la periferia por el artificio de un mediano
bienestar –“existe una economía temporal que consiste en que la suma de dolor
no reclamado se acumula para formar un capital invisible que va aumentando con
los intereses y con los intereses de los intereses. La amenaza aumenta con cada
una de las artificiosas elevaciones del dique que separa al ser humano de las
fuerzas elementales–“. (Jünger).
El
tejido del Estado Moderno quiso apartar al hombre de las fuerzas elementales
–la guerra, el amor, la naturaleza, la muerte, el odio, la violencia, el
hambre, etc.-, y, en consecuencia, creó un artificio donde prevalecen las
ilusiones ópticas y sensitivas. Por ende, cuando las esferas artificiales
priman en la vida de las personas, se concatenan a un tipo de cultura y de
época. Podemos constatar que en la época contemporánea se cristalizan en la Cultura del espectáculo. Un umbral donde
se trivializa lo fundamental y el sentido de la existencia, reemplazándolos por
lo pasajero e insustancial. Un ámbito donde el dolor, el sufrimiento, el miedo,
las fragilidades, los traumas, las injusticias sociales, se sustituyen por
valores que tratan de evitar su relación con el cuerpo, la mente y el espíritu.
Así que, el mundo sentimental es sustituido por lo abstracto y automático, la
vida se vacía de lo espiritual y sensible para dar paso a lo material y
efímero, terrorífico e infernal, en la existencia del ser humano.
Parece
que fuéramos extraños en este mundo donde prevalece la futilidad y lo
siempre-igual, y en su devenir histórico observamos como los valores del Mundo
Moderno [la Ilustración, los Derechos Humanos, la libertad, la justicia social,
el Estado de Derecho, la ética, la moral, la estética, etc.], se deshacen como
hongos podridos en la boca. Y esto es sumamente grave para nuestra existencia
que está determinada por la temporalidad y la muerte. Hemos olvidado que para
“el mundo lo importante es la estabilidad, la durabilidad, la artificiosidad e
intersubjetividad. Este espacio público no sólo está constituido por los
productos del trabajo sino también por la cultura y las instituciones”. (Hannah
Arendt). Que “la libertad está concebida no como una íntima disposición humana
sino como una característica de la existencia del hombre en el mundo”. Así que,
“el hombre es libre porque él mismo es un principio y fue creado una vez que el
universo ya existía”.
De
ahí en este mundo de sociedad de masas y de cultura de masas, donde prevalece
la banausía, la vulgaridad, la
ignorancia, la homogenización, la numerificación y objetivación del ser humano,
la libertad y el nacimiento posibilitan que “llegue algo nuevo a un mundo ya
existente, que seguirá existiendo después de la muerte de cada individuo. El
hombre puede empezar porque él es un
comienzo; ser humano y ser libre son una y la misma cosa”. (Arendt). Se trata
de tener presente que, “en las épocas de petrificación y de ruina predestinada
es la propia facultad de libertad, la capacidad cabal de empezar, lo que anima
e inspira todas las actividades humanas y es la fuente oculta de producción de
todas las cosas grandes y bellas”.
En
un mundo como el nuestro en el que, predomina la Cultura del artificio, la banalidad, las imágenes en movimiento,
los gestos y ademanes sobre la palabra y el pensamiento; la libertad viene al
encuentro del hombre en la esfera política, social y cultural, para romper las
amarras de lo automático, del poder y el saber, y el ser humano como ser libre
introduzca en el mundo y la existencia de todos los mortales, la capacidad de
la acción política y cultural, que rompa con lo establecido como verdadero e
inamovible.
Por eso “la valoración del dolor no es la
misma en todas las épocas”. El ser humano posee aptitudes y actitudes, que lo
capacitan para apartarse de las esferas donde el dolor manda como dueño
absoluto. Semejante apartamiento –dice Jünger– se manifiesta en que el ser
humano es capaz de tratar el cuerpo –es decir, el espacio mediante el cual
participa en el dolor– como un objeto”. La objetivación del cuerpo es la
expresión más alta que pueda considerar la vida. El cuerpo se percibe como un
puesto avanzado donde el ser humano es capaz de lanzarlo al combate y
sacrificarlo desde gran distancia. Así que, las medidas que se toman no se
dirigen a evadir el dolor, sino a resistirlo. La neurociencia, la gnosis, han
demostrado que el cerebro humano puede convertir el cuerpo en objeto. Es el
ámbito donde se mueve el guerrero o el deportista.
Para
Jünger existen tres esferas en las que el dolor toma rostro nuevo, la esfera
del mundo heroico, cultual y sentimental. Al Orden Burgués –dice Jünger- le
corresponde el mundo sentimental, donde la prioridad de la existencia es
expulsar el dolor y excluirlo de la vida. Utiliza una multiplicidad de
distractores: medios–masivos de comunicación, la publicidad, el consumo masivo,
las drogas, el alcohol, la moda, el deporte, las redes sociales, etc., para
llevarlo a cabo. El mundo de la sentimentalidad crea ideales o iconos que no
sólo distorsionan la realidad, sino que diluyen las apetencias y las esperanzas
humanas. Mientras que el mundo heroico o cultual tratan de incluirlo en la
vida, ésta ha de estar dispuesta al encuentro con el dolor. De ahí que el dolor
desempeña un papel significativo en la vida. Participamos de un mundo donde los
seres humanos son incapaces de sujetar la vida a su poder. Es decir, a las
potencias del espíritu que emanan de su interior. Y, el ser humano en la medida
que sujeta la vida a sus designios, acciones y decisiones, combate y domina el
miedo, el sufrimiento, la soledad y, para ello ha de valerse de la Religión,
del Arte y la Filosofía.
En
este orden, el dolor, el miedo y la libertad, son principios fundamentales en
la economía de la vida moderna. Se concatenan con el mundo técnico y la nueva
naturaleza del poder. La crueldad es algo presente en el fondo de las cosas; y
no es indiferente al ejercicio del poder. La crueldad que se vive en la Gran ciudad, en los campos de batalla,
en los pueblos y las aldeas, se convierte en una especie de gas de los pantanos
que embriaga y controla la vida cotidiana. Con la rapidez como suceden las
cosas y la indiferencia psicológica con que se nos presentan, casi nunca nos
detenemos a pensar en ellas.
Como
en sueños y en virtud de un mágico poder, los habitantes de la Gran ciudad son arrastrados y dominados
por la fuerza del destino y la indiferencia hacia el Otro. La atmósfera que se
respira es embriagadora, paraliza los sentidos, la imaginación y el
pensamiento. Pertenecemos, entonces, al mundo de lo “necesario” –de los instrumentos
técnicos, lo colectivo, lo típico y el lugar común. Y sentimos al mismo tiempo,
cómo decrecen las fuerzas que nos permiten afrontar los avatares de la
existencia, dominarlos y conducirlos como caballos por las sabanas.
Se
trata que:
“En el hombre hay un misterio que debemos
preservar: el misterio de la vida y de la muerte”.
George
Steiner