I
A todos los vivos o muertos que sufrieron la violencia de Estado, guerrillera y paramilitar.
Antonio Mercado Flórez.
En este momento que suenan las cornetas, los tambores
y las botas de guerra en Colombia; cabe hacer una reflexión sobre la <acción>
y el <decir> en el espacio público político. Es importante destacar la
fuerza potencial que reside en la acción no violenta y en ese grupo de hombres
y mujeres, que arriesgan su vida por lo que hacen o dicen. Y, lo importante que
significa la resistencia ante un adversario que posee unos medios de violencia
inmensamente superiores. Así, la fractura irrevocable con el hilo de nuestra
tradición no fue deliberada, sino que empezó a manifestarse en la cadena de catástrofes
del siglo XX. Una cadena que se puso la máscara del político, el banquero, la corrupción
y la muerte; los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes, que han
arrastrado un montón de escombros humanos y materiales tras de sí.
Bertolt Brech dijo: “La profunda rabia ante
el rumbo que ha tomado el mundo y ante el hecho de que hayan sido siempre los
vencedores los que han elegido qué es lo que debe registrar y recordar la
humanidad”; es una especie de falsedad de la Historia. Así pues, Brecht “no
escribe su poesía para los desfavorecidos, sino para aquellos hombres, vivos o
muertos, cuya voz no ha sido nunca escuchada”. Se trata de desvelar lo que
oculta el poder, el saber y los hombres poderosos. Para reevaluar y reinscribir
los hechos históricos y poder narrarlos en perspectiva. Esta visión del mundo y
la vida en la actualidad, posibilitará la búsqueda de la paz y la convivencia.
Los hacedores de violencia y de guerra, se olvidan que somos habitantes de un
mundo humano hecho por los hombres, que en cuyo seno hay espacio para
desplazase y compartir perspectivas distintas. Que la libertad aparece con el
intercambio con los demás y no con nosotros mismos. “La libertad es la impronta
que el hombre libre da al destino”; dijo Ernst Jünger.
De ahí que, el destino de los colombianos no
puede estar hipotecado a asesinarnos los unos a los otros. Sino a la búsqueda
de un mundo donde podamos <actuar> y <hablar>, coexistir y
transformarnos en la medida que lo hacemos. “Lo que en este espectáculo resulta
irritante es que en él la mediocridad va asociada a un poder funcional enorme”.
En este orden, los hombres mediocres y belicistas se unen para que en cuya
presencia se pongan a temblar millones de seres humanos, son hombres de cuyas
decisiones depende la vida de miles de personas. Se caracterizan en la esfera
política en ser unos enérgicos empresarios de demoliciones. Ninguna de esas
escenificaciones de la esfera política en el espacio público, contribuye ni a
la cultura, ni arte, ni al carácter, ni a la coexistencia. Sino al despilfarro
de la vida y la energía vital del pueblo colombiano.
Así pues, hemos construido una civilidad
basada en la exclusión, el odio, el hambre, la pobreza y las desigualdades; y
no en la solidaridad, la ternura, el amor, la justicia y la integración social.
Y, esto posibilitó la fragmentación y el enfrentamiento entre los colombianos.
Asimismo, la característica básica de este mundo común no radica en la palabra,
el dialogo y la convivencia pacífica, sino en la exclusión y el poder del más
fuerte. El espacio público que posibilita la <acción> y la <palabra>,
se cerró a la mayoría de los colombianos. Por eso, se hace necesario repensar y
revisar el contenido de lo político y las instituciones, y la acción en la
esfera pública de forma no tradicional. “El objeto de la política está ligado
precisamente a la preocupación por el mundo y, por ello, a los gestos dirigidos
a estabilizar la convivencia de seres perecederos a través de una comunidad de
diversos”. En este punto recordemos que el mundo hecho por el hombre es un
espacio de libertad que posibilita el desarrollo de las <potencialidades>
humanas. Y, no un ámbito de dolor, odio, sufrimiento y muerte, que implementan
los poderes actuales. Así pues, en escenarios como estos, el sufrimiento crece
hasta tal punto que se interioriza en la condición humana.
Como expresó Ernst Jünger: “Desde hace ya
mucho está preparada la batida del ser humano, una batida que no deja
escapatoria ninguna; y está preparada por teorías que aspiran a dar una
explicación lógica y compacta del mundo y que corren parejas con el desarrollo
técnico. Al adversario se lo cerca primero en el campo de batalla y luego, en
la esfera publica de la política, y a esto se agrega, llegada la hora, su
exterminio. No hay un destino más desesperanzado que caer en un proceso como
ese, en un proceso en que el derecho se ha convertido en un arma”. Sabemos que
en todo proceso de cambio se dan atrocidades e injusticias, pero el tiempo
histórico es implacable con los verdugos. Causa desasosiego el hecho de que la
crueldad, la injusticia, el dolor y la muerte, “se hayan convertido en elementos
constitutivos, en una institución de las nuevas formaciones de poder, así como ver
entregada inerme a ella a la persona individual”.
En este ámbito la población vive unas
intromisiones horrorosas. “La vida se vuelve gris, pero aún puede parecerle
soportable a quien divisa a su lado la oscuridad, el negro absoluto”. Es
comprensible que en una atmósfera como ésta, la población tenga miedo y guarde
silencio, es la que soporta las cargas de la guerra. No las <minorías
selectas>, sus hijos o familiares, sino el hombre desprotegido y solo, que
deja su vida en el campo de batalla sin saber por qué. Nosotros los colombianos
nos encontramos en una situación “en la que todavía somos capaces de ver las
perdidas; sentimos la aniquilación del valor, la superficialización y
simplificación del mundo”. Pero nada exime de la responsabilidad. Una guerra
que se halla apartada de la zona moral o de la justicia social, “excita los
bajos instintos y los sentimientos de odio en el que es preciso sumergir a las
masas para que ésta llegue a ser apta para el combate”.
Los que planifican la guerra de Gabinete o en
los campos de Colombia, tratan de llevar a cabo en las personas una operación
quirúrgica, extirpar como un tumor maligno la zona de la sentimentalidad, la
libertad individual, de pensar, de juicio y de opinar. Porque se trata de
expulsar la amistad, el amor, la solidaridad y excluirlos de la vida. Y, que
ésta esté en todo tiempo dispuesta al encuentro del dolor y la muerte. “Desde
luego un espíritu cuya falta de discernimiento se revela en que confunda la
guerra con el asesinato, o el crimen con la enfermedad, elegirá necesariamente
en la lucha […] el modo menos peligroso y más deplorable de matar”. En una
atmósfera de violencia y odio, “en una situación dominada por leguleyos los
únicos sufrimientos que llegan a los oídos son los de los acusadores, pero no
los de los indefensos y silenciosos”.
Lo importante de la esfera pública política
es, que nos enseña a no renunciar por completo a la capacidad de <juzgar>
y <decir> –al igual que lo haría un verdadero cristiano-: <<¿Quién
soy yo para juzgar?>>. Y, así, por una cuestión puramente personal e
individual, me veo inclinado a coincidir con el poeta W. H. Auden, y decir:
Los rostros privados en los lugares públicos
Son más sabios y agradables
Que los rostros públicos en lugares privados.
Que la esfera pública es el espacio adecuado
para las apariciones del discurso y de la acción política; y no el de la
violencia, el odio o la muerte. Digo esto porque los simples espectadores o
aquellos que se sitúan a cierta distancia suelen tener una perspectiva más
aguda y profunda que los mismos participantes. Saben que los que participan de
una guerra –aun contra sus propios hermanos-, son parte de la irreversibilidad
de los hechos históricos. “Es, en efecto, perfectamente posible entender y
reflexionar acerca de la política sin por ello ser eso que se llama un animal
político”.
El pensador y el político ocupan esferas
diferentes en la sociedad, uno se deja seducir por lo inmediato, su vida hace
parte de los fenómenos de la vida cotidiana; en cambio el pensador –en la
política, la filosofía, la estética, entre otros-, “se diferencia de otras
actividades humanas, es una actividad invisible, no se manifiesta hacia el
exterior, y cuenta además con un rasgo característico: no tiene ninguna
urgencia de aparecer ante los demás y su impulso por comunicarse con los otros
es muy limitado”. Sabemos que la “filosofía es una ocupación solitaria y no
debe extrañarnos que se haga más presente su necesidad en tiempos de
transición, cuando los hombres dejan de confiar en la estabilidad del mundo y
en el papel que juegan dentro de él, y cuando las cuestiones que hacen
referencia a las condiciones generales de la vida humana […] cobran de nuevo
una especial relevancia”.
En la primera mitad del siglo XX, la sociedad
colombiana vivió unos atardeceres, unos oscurecimientos en la escena pública,
que jamás tuvo lugar en silencio. Todo lo contrario, nunca estuvo el espacio
público tan lleno de <<actores
significativos>>, tanto a la derecha, al centro o a la izquierda. La
esperanza y el pesimismo se mezclaban a los eslóganes propagandísticos de dos
ideologías antagónicas que prometían futuros distintos; y que a las puertas del
siglo XXI, no han estado a la altura para responder a los requerimientos
humanos. Se trata, aun en contra de los que apuestan por el odio, la mentira,
el dolor, el sufrimiento y la muerte, que en Colombia es posible la convivencia
y la paz. Porque entre todos debemos componer los portillos de la historia y de
la vida. Como dijo el poeta W. H. Auden:
Todas las palabras como Paz y Amor
todo discurso afirmativo y cuerdo
había sido mancillado,
profanado, degradado
hasta tornarse horrendo chirrido mecánico.
En una sociedad como la colombiana la palabra
amor se ha degradado. <<No intentes decir tu amor / Amor no puede
decirse>>; palabras de William Blake. Es cierto que ningún estrato social
y los que ejercen el poder, son indiferentes a las esperanzas de solidaridad,
los anhelos de convivencia, los propósitos de paz, porque el espacio público
(el lugar de la acción y el decir) se balcanizó. Observamos una polarización de
la sociedad, porque los intereses políticos, económicos, culturales, de una
<<selecta minoría>>, priman sobre los de la mayoría de colombianos.
Ahora, ¿quién soy yo para decir las cosas que digo o para reflexionar sobre la
situación del pueblo colombiano? Nadie, absolutamente nadie, sólo un susurro
que se escucha desde la lejanía.
No hay, sin embargo, exigencias más ciertas
que las que el dolor, el sufrimiento y la muerta hacen a la vida. En los sitios
donde se ahorran, el equilibrio se restablece de conformidad con las leyes de
la economía de la vida. En lugares como esos, el espíritu se eleva a las
alturas, al Mundo Superior donde
moran los dioses y las estrellas; y baja a la Cripta, a las profundidades del Mundo
Inferior donde moran los demonios y los ángeles, el lenguaje, los sueños y
la imaginación; y, se eleva hacía el Mundo
Visible, trayendo las obras de los hombres como un presente divino. Como
dijo Jünger: “Y también el amor ha de aportar su contribución; él es el secreto
de la maestría”.
Es más, “en el Estado moderno las sucesivas
autoridades modifican los argumentos de la violencia, pero no su práctica. Si
uno se desvía un poco de la norma, está expuesto en todos los casos a peligros.
Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la caza”. Las
llamas están consumiendo las últimas ramas secas de la esperanza y la paz.
Asimismo ha quedado manifiesto la polarización y fragmentación de la sociedad.
La etapa del miedo y el silencio es la etapa previa al mundo del fuego. Una
sociedad donde la rutina de la vida se entronca con la de la violencia, podemos
vislumbrar que en “las cosas visibles están todas las indicaciones relativas al
plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar
que tal plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje
jeroglífico con el lenguaje de la razón”.
En la modernidad se ha dado una paulatina
fuga del mundo, de la pluralidad, hacia el yo, una fuga de la realidad -políticas
nacionalistas, populistas, xenófobas, racistas, de extrema derecha- así lo
confirman en Europa, Estados Unidos y países de Latinoamérica. Que en Colombia
han tomado un cariz particular, la acción política en el espacio público no ha
estado acompañada por la palabra (lexis),
el discurso, y esto se debe a que el poder y sus agentes han negado que, en
tanto que plurales y distintos, podamos conversar, debatir, comunicarnos. Así,
Colombia posee una <democracia autoritaria> donde los poderes facticos,
cierran todas las vías de participación ciudadana para debatir los asuntos
públicos. Y, responden a sus peticiones con violencia, segregación o muerte. Si
la característica de los humanos fuera la homogeneidad y no la pluralidad, la
disciplina y no la libertad, nuestro lenguaje jamás podría revelar la realidad
común ni lo que nos distingue a unos de otros. En la esfera de la política, es
importante reconocer que la democracia posibilita la acción que es
fundamentalmente inter-acción y, también a diferencia de la conducta, apunta a
lo inesperado.
Existen sectores de la sociedad que exaltan
la violencia, la guerra y la muerte, sobre el decir y la acción política en la
esfera de lo público. Porque jamás han tenido un compromiso moral o ético, con
un bios theoretikos, con la vida contemplativa, con el pensamiento, sino
con el guerrero, el hombre de acción: el que se vale de la racionalidad para
alcanzar fines utilitarios. En comparación con la violencia que unos hombres ejercen
contra los otros: unos hombres quitan la vida a otros. Y, la ejercida contra la
cultura degrada la experiencia, el lenguaje y los movimientos del pensamiento.
O, en otras palabras, los preceptos, las ideas, los valores, las nociones, los
principios y la cultura. Son símbolos que legitiman la crueldad, la
irracionalidad, la violencia y la muerte.
El espacio público instituido y reservado
para el discurso y la actuación política; se fue reduciendo a marcha forzada y
lo único que se conserva en la actualidad, es un lamento que llega desde las
profundidades de la honda noche. Por eso, las únicas palabras que se escuchan
son los de los poderosos, más no los de los afligidos y menesterosos. La violencia,
la discriminación, el odio, la intolerancia o la guerra, no puede sustituir la
esperanza de vida y la paz. Sobre las armas que cortan o atraviesan, debe
imperar la palabra, el dialogo y la razón comunicativa. Porque es lo único que
nos salva que nos exterminemos los unos contra los otros; la guerra deja
siempre tras de sí dolor, sufrimiento y muerte.
Asimismo, es <<imperativo>> moral
y ético, político y social, excluir la violencia para recurrir a todos los
medios al alcance para lograr el fin deseado. “Creer en la violencia de la
política –dice Hannah Arendt- no es un privilegio
exclusivo de la brutalidad. La raíz de esa creencia puede provenir también de
lo que los franceses llaman déformation professionelle,
una aberración entre los productores y patrocinadores de la cultura que se
genera a raíz de su tipo de trabajo”. Es más, en una esfera de violencia o de
guerra, la política se decanta por el principio de que “el fin justifica los
medios; y que unos fines enormemente atractivos pueden dar lugar a unos medios
totalmente terroríficos y destructivos […] Esto significa que en política los
medios son siempre más importantes que los fines”. Este pensamiento exalta la
soberanía, el poder factico –de los ejércitos profesionales y armados, grupos
de seguridad del Estado, instituciones, agentes sociales, partidos-, que justifican
el empleo de medios horrorosos y bárbaros, para alcanzar un fin determinado.
Así pues, en los últimos espacios de tiempo
en Colombia, no solo el derecho se convirtió en un arma, sino que se transformó
en hybris (fuerza, desmesura), para
justificar la violencia o la guerra. En una atmósfera como esta, para el
Gobierno y el Estado democrático Social de Derecho, es obligación constitucional
y jurídica, que no se violen los derechos humanos, no se torture, no desaparezcan
a las personas, ni se lleven a cabo muertes selectivas de los líderes sociales,
estudiantiles, profesores, obreros, campesinos y demás. De lo que se trata ahora
después del proceso de paz con las FARC, es tender redes de diálogo y
entendimiento. No espacios de odio, de sectarismo y de polarización política;
que exalten el derramamiento de sangre, la violencia y la muerte.
Como dije en mi texto, <<Sobre el dolor, el miedo y la muerte.
Aproximación cultural a la época actual>>: <<Puedo asegurar que
la guerra que se libró en Colombia, en la segunda mitad del siglo XX destruyó
generaciones de talentos morales e intelectuales. Y dejó a la vera del camino,
como escombros humanos a muchas de las mejores personalidades del futuro del
país. Sabemos entonces que <<reservas decisivas de inteligencia, de
elasticidad y talento político quedaron aniquiladas>>. Ahora en los
frontispicios del siglo XX, no se trata de revivir las heridas, los dolores y
los sufrimientos, y caer en un pozo sin fondo donde la violencia, el miedo, el
sufrimiento, prevalezcan sobre la acción política en la esfera pública, el
discurso y la convivencia pacífica entre los colombianos. Se trata de superar
entre todos, la involución social, y que de las cenizas del odio, del
secuestro, de los desplazados, del dolor, de los vivos y de los muertos, como
la Lechuza de Minerva al anochecer,
renazca la Palabra, la tolerancia, la ternura, el dialogo y la paz.