lunes, 4 de febrero de 2019

¿Suenan tambores de guerra en Colombia?



                
                                                                             I

                A todos los vivos o muertos que sufrieron la violencia de Estado,                                                                                                      guerrillera y paramilitar.


Antonio Mercado Flórez.


En este momento que suenan las cornetas, los tambores y las botas de guerra en Colombia; cabe hacer una reflexión sobre la <acción> y el <decir> en el espacio público político. Es importante destacar la fuerza potencial que reside en la acción no violenta y en ese grupo de hombres y mujeres, que arriesgan su vida por lo que hacen o dicen. Y, lo importante que significa la resistencia ante un adversario que posee unos medios de violencia inmensamente superiores. Así, la fractura irrevocable con el hilo de nuestra tradición no fue deliberada, sino que empezó a manifestarse en la cadena de catástrofes del siglo XX. Una cadena que se puso la máscara del político, el banquero, la corrupción y la muerte; los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes, que han arrastrado un montón de escombros humanos y materiales tras de sí.

Bertolt Brech dijo: “La profunda rabia ante el rumbo que ha tomado el mundo y ante el hecho de que hayan sido siempre los vencedores los que han elegido qué es lo que debe registrar y recordar la humanidad”; es una especie de falsedad de la Historia. Así pues, Brecht “no escribe su poesía para los desfavorecidos, sino para aquellos hombres, vivos o muertos, cuya voz no ha sido nunca escuchada”. Se trata de desvelar lo que oculta el poder, el saber y los hombres poderosos. Para reevaluar y reinscribir los hechos históricos y poder narrarlos en perspectiva. Esta visión del mundo y la vida en la actualidad, posibilitará la búsqueda de la paz y la convivencia. Los hacedores de violencia y de guerra, se olvidan que somos habitantes de un mundo humano hecho por los hombres, que en cuyo seno hay espacio para desplazase y compartir perspectivas distintas. Que la libertad aparece con el intercambio con los demás y no con nosotros mismos. “La libertad es la impronta que el hombre libre da al destino”; dijo Ernst Jünger.

De ahí que, el destino de los colombianos no puede estar hipotecado a asesinarnos los unos a los otros. Sino a la búsqueda de un mundo donde podamos <actuar> y <hablar>, coexistir y transformarnos en la medida que lo hacemos. “Lo que en este espectáculo resulta irritante es que en él la mediocridad va asociada a un poder funcional enorme”. En este orden, los hombres mediocres y belicistas se unen para que en cuya presencia se pongan a temblar millones de seres humanos, son hombres de cuyas decisiones depende la vida de miles de personas. Se caracterizan en la esfera política en ser unos enérgicos empresarios de demoliciones. Ninguna de esas escenificaciones de la esfera política en el espacio público, contribuye ni a la cultura, ni arte, ni al carácter, ni a la coexistencia. Sino al despilfarro de la vida y la energía vital del pueblo colombiano.

Así pues, hemos construido una civilidad basada en la exclusión, el odio, el hambre, la pobreza y las desigualdades; y no en la solidaridad, la ternura, el amor, la justicia y la integración social. Y, esto posibilitó la fragmentación y el enfrentamiento entre los colombianos. Asimismo, la característica básica de este mundo común no radica en la palabra, el dialogo y la convivencia pacífica, sino en la exclusión y el poder del más fuerte. El espacio público que posibilita la <acción> y la <palabra>, se cerró a la mayoría de los colombianos. Por eso, se hace necesario repensar y revisar el contenido de lo político y las instituciones, y la acción en la esfera pública de forma no tradicional. “El objeto de la política está ligado precisamente a la preocupación por el mundo y, por ello, a los gestos dirigidos a estabilizar la convivencia de seres perecederos a través de una comunidad de diversos”. En este punto recordemos que el mundo hecho por el hombre es un espacio de libertad que posibilita el desarrollo de las <potencialidades> humanas. Y, no un ámbito de dolor, odio, sufrimiento y muerte, que implementan los poderes actuales. Así pues, en escenarios como estos, el sufrimiento crece hasta tal punto que se interioriza en la condición humana.

Como expresó Ernst Jünger: “Desde hace ya mucho está preparada la batida del ser humano, una batida que no deja escapatoria ninguna; y está preparada por teorías que aspiran a dar una explicación lógica y compacta del mundo y que corren parejas con el desarrollo técnico. Al adversario se lo cerca primero en el campo de batalla y luego, en la esfera publica de la política, y a esto se agrega, llegada la hora, su exterminio. No hay un destino más desesperanzado que caer en un proceso como ese, en un proceso en que el derecho se ha convertido en un arma”. Sabemos que en todo proceso de cambio se dan atrocidades e injusticias, pero el tiempo histórico es implacable con los verdugos. Causa desasosiego el hecho de que la crueldad, la injusticia, el dolor y la muerte, “se hayan convertido en elementos constitutivos, en una institución de las nuevas formaciones de poder, así como ver entregada inerme a ella a la persona individual”.

En este ámbito la población vive unas intromisiones horrorosas. “La vida se vuelve gris, pero aún puede parecerle soportable a quien divisa a su lado la oscuridad, el negro absoluto”. Es comprensible que en una atmósfera como ésta, la población tenga miedo y guarde silencio, es la que soporta las cargas de la guerra. No las <minorías selectas>, sus hijos o familiares, sino el hombre desprotegido y solo, que deja su vida en el campo de batalla sin saber por qué. Nosotros los colombianos nos encontramos en una situación “en la que todavía somos capaces de ver las perdidas; sentimos la aniquilación del valor, la superficialización y simplificación del mundo”. Pero nada exime de la responsabilidad. Una guerra que se halla apartada de la zona moral o de la justicia social, “excita los bajos instintos y los sentimientos de odio en el que es preciso sumergir a las masas para que ésta llegue a ser apta para el combate”.

Los que planifican la guerra de Gabinete o en los campos de Colombia, tratan de llevar a cabo en las personas una operación quirúrgica, extirpar como un tumor maligno la zona de la sentimentalidad, la libertad individual, de pensar, de juicio y de opinar. Porque se trata de expulsar la amistad, el amor, la solidaridad y excluirlos de la vida. Y, que ésta esté en todo tiempo dispuesta al encuentro del dolor y la muerte. “Desde luego un espíritu cuya falta de discernimiento se revela en que confunda la guerra con el asesinato, o el crimen con la enfermedad, elegirá necesariamente en la lucha […] el modo menos peligroso y más deplorable de matar”. En una atmósfera de violencia y odio, “en una situación dominada por leguleyos los únicos sufrimientos que llegan a los oídos son los de los acusadores, pero no los de los indefensos y silenciosos”.

Lo importante de la esfera pública política es, que nos enseña a no renunciar por completo a la capacidad de <juzgar> y <decir> –al igual que lo haría un verdadero cristiano-: <<¿Quién soy yo para juzgar?>>. Y, así, por una cuestión puramente personal e individual, me veo inclinado a coincidir con el poeta W. H. Auden, y decir:

             Los rostros privados en los lugares públicos
             Son más sabios y agradables
             Que los rostros públicos en lugares privados.

Que la esfera pública es el espacio adecuado para las apariciones del discurso y de la acción política; y no el de la violencia, el odio o la muerte. Digo esto porque los simples espectadores o aquellos que se sitúan a cierta distancia suelen tener una perspectiva más aguda y profunda que los mismos participantes. Saben que los que participan de una guerra –aun contra sus propios hermanos-, son parte de la irreversibilidad de los hechos históricos. “Es, en efecto, perfectamente posible entender y reflexionar acerca de la política sin por ello ser eso que se llama un animal político”.

El pensador y el político ocupan esferas diferentes en la sociedad, uno se deja seducir por lo inmediato, su vida hace parte de los fenómenos de la vida cotidiana; en cambio el pensador –en la política, la filosofía, la estética, entre otros-, “se diferencia de otras actividades humanas, es una actividad invisible, no se manifiesta hacia el exterior, y cuenta además con un rasgo característico: no tiene ninguna urgencia de aparecer ante los demás y su impulso por comunicarse con los otros es muy limitado”. Sabemos que la “filosofía es una ocupación solitaria y no debe extrañarnos que se haga más presente su necesidad en tiempos de transición, cuando los hombres dejan de confiar en la estabilidad del mundo y en el papel que juegan dentro de él, y cuando las cuestiones que hacen referencia a las condiciones generales de la vida humana […] cobran de nuevo una especial relevancia”.

En la primera mitad del siglo XX, la sociedad colombiana vivió unos atardeceres, unos oscurecimientos en la escena pública, que jamás tuvo lugar en silencio. Todo lo contrario, nunca estuvo el espacio público tan lleno de <<actores significativos>>, tanto a la derecha, al centro o a la izquierda. La esperanza y el pesimismo se mezclaban a los eslóganes propagandísticos de dos ideologías antagónicas que prometían futuros distintos; y que a las puertas del siglo XXI, no han estado a la altura para responder a los requerimientos humanos. Se trata, aun en contra de los que apuestan por el odio, la mentira, el dolor, el sufrimiento y la muerte, que en Colombia es posible la convivencia y la paz. Porque entre todos debemos componer los portillos de la historia y de la vida. Como dijo el poeta W. H. Auden:
                       
              Todas las palabras como Paz y Amor
               todo discurso afirmativo y cuerdo
               había sido mancillado, profanado, degradado
               hasta tornarse horrendo chirrido mecánico.

En una sociedad como la colombiana la palabra amor se ha degradado. <<No intentes decir tu amor / Amor no puede decirse>>; palabras de William Blake. Es cierto que ningún estrato social y los que ejercen el poder, son indiferentes a las esperanzas de solidaridad, los anhelos de convivencia, los propósitos de paz, porque el espacio público (el lugar de la acción y el decir) se balcanizó. Observamos una polarización de la sociedad, porque los intereses políticos, económicos, culturales, de una <<selecta minoría>>, priman sobre los de la mayoría de colombianos. Ahora, ¿quién soy yo para decir las cosas que digo o para reflexionar sobre la situación del pueblo colombiano? Nadie, absolutamente nadie, sólo un susurro que se escucha desde la lejanía.

No hay, sin embargo, exigencias más ciertas que las que el dolor, el sufrimiento y la muerta hacen a la vida. En los sitios donde se ahorran, el equilibrio se restablece de conformidad con las leyes de la economía de la vida. En lugares como esos, el espíritu se eleva a las alturas, al Mundo Superior donde moran los dioses y las estrellas; y baja a la Cripta, a las profundidades del Mundo Inferior donde moran los demonios y los ángeles, el lenguaje, los sueños y la imaginación; y, se eleva hacía el Mundo Visible, trayendo las obras de los hombres como un presente divino. Como dijo Jünger: “Y también el amor ha de aportar su contribución; él es el secreto de la maestría”.

Es más, “en el Estado moderno las sucesivas autoridades modifican los argumentos de la violencia, pero no su práctica. Si uno se desvía un poco de la norma, está expuesto en todos los casos a peligros. Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la caza”. Las llamas están consumiendo las últimas ramas secas de la esperanza y la paz. Asimismo ha quedado manifiesto la polarización y fragmentación de la sociedad. La etapa del miedo y el silencio es la etapa previa al mundo del fuego. Una sociedad donde la rutina de la vida se entronca con la de la violencia, podemos vislumbrar que en “las cosas visibles están todas las indicaciones relativas al plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar que tal plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje jeroglífico con el lenguaje de la razón”.

En la modernidad se ha dado una paulatina fuga del mundo, de la pluralidad, hacia el yo, una fuga de la realidad -políticas nacionalistas, populistas, xenófobas, racistas, de extrema derecha- así lo confirman en Europa, Estados Unidos y países de Latinoamérica. Que en Colombia han tomado un cariz particular, la acción política en el espacio público no ha estado acompañada por la palabra (lexis), el discurso, y esto se debe a que el poder y sus agentes han negado que, en tanto que plurales y distintos, podamos conversar, debatir, comunicarnos. Así, Colombia posee una <democracia autoritaria> donde los poderes facticos, cierran todas las vías de participación ciudadana para debatir los asuntos públicos. Y, responden a sus peticiones con violencia, segregación o muerte. Si la característica de los humanos fuera la homogeneidad y no la pluralidad, la disciplina y no la libertad, nuestro lenguaje jamás podría revelar la realidad común ni lo que nos distingue a unos de otros. En la esfera de la política, es importante reconocer que la democracia posibilita la acción que es fundamentalmente inter-acción y, también a diferencia de la conducta, apunta a lo inesperado.

Existen sectores de la sociedad que exaltan la violencia, la guerra y la muerte, sobre el decir y la acción política en la esfera de lo público. Porque jamás han tenido un compromiso moral o ético, con un bios theoretikos, con la vida contemplativa, con el pensamiento, sino con el guerrero, el hombre de acción: el que se vale de la racionalidad para alcanzar fines utilitarios. En comparación con la violencia que unos hombres ejercen contra los otros: unos hombres quitan la vida a otros. Y, la ejercida contra la cultura degrada la experiencia, el lenguaje y los movimientos del pensamiento. O, en otras palabras, los preceptos, las ideas, los valores, las nociones, los principios y la cultura. Son símbolos que legitiman la crueldad, la irracionalidad, la violencia y la muerte.

El espacio público instituido y reservado para el discurso y la actuación política; se fue reduciendo a marcha forzada y lo único que se conserva en la actualidad, es un lamento que llega desde las profundidades de la honda noche. Por eso, las únicas palabras que se escuchan son los de los poderosos, más no los de los afligidos y menesterosos. La violencia, la discriminación, el odio, la intolerancia o la guerra, no puede sustituir la esperanza de vida y la paz. Sobre las armas que cortan o atraviesan, debe imperar la palabra, el dialogo y la razón comunicativa. Porque es lo único que nos salva que nos exterminemos los unos contra los otros; la guerra deja siempre tras de sí dolor, sufrimiento y muerte.

Asimismo, es <<imperativo>> moral y ético, político y social, excluir la violencia para recurrir a todos los medios al alcance para lograr el fin deseado. “Creer en la violencia de la política –dice Hannah Arendt-  no es un privilegio exclusivo de la brutalidad. La raíz de esa creencia puede provenir también de lo que los franceses llaman déformation professionelle, una aberración entre los productores y patrocinadores de la cultura que se genera a raíz de su tipo de trabajo”. Es más, en una esfera de violencia o de guerra, la política se decanta por el principio de que “el fin justifica los medios; y que unos fines enormemente atractivos pueden dar lugar a unos medios totalmente terroríficos y destructivos […] Esto significa que en política los medios son siempre más importantes que los fines”. Este pensamiento exalta la soberanía, el poder factico –de los ejércitos profesionales y armados, grupos de seguridad del Estado, instituciones, agentes sociales, partidos-, que justifican el empleo de medios  horrorosos y  bárbaros, para alcanzar un fin determinado.

Así pues, en los últimos espacios de tiempo en Colombia, no solo el derecho se convirtió en un arma, sino que se transformó en hybris (fuerza, desmesura), para justificar la violencia o la guerra. En una atmósfera como esta, para el Gobierno y el Estado democrático Social de Derecho, es obligación constitucional y jurídica, que no se violen los derechos humanos, no se torture, no desaparezcan a las personas, ni se lleven a cabo muertes selectivas de los líderes sociales, estudiantiles, profesores, obreros, campesinos y demás. De lo que se trata ahora después del proceso de paz con las FARC, es tender redes de diálogo y entendimiento. No espacios de odio, de sectarismo y de polarización política; que exalten el derramamiento de sangre, la violencia y la muerte.

Como dije en mi texto, <<Sobre el dolor, el miedo y la muerte. Aproximación cultural a la época actual>>: <<Puedo asegurar que la guerra que se libró en Colombia, en la segunda mitad del siglo XX destruyó generaciones de talentos morales e intelectuales. Y dejó a la vera del camino, como escombros humanos a muchas de las mejores personalidades del futuro del país. Sabemos entonces que <<reservas decisivas de inteligencia, de elasticidad y talento político quedaron aniquiladas>>. Ahora en los frontispicios del siglo XX, no se trata de revivir las heridas, los dolores y los sufrimientos, y caer en un pozo sin fondo donde la violencia, el miedo, el sufrimiento, prevalezcan sobre la acción política en la esfera pública, el discurso y la convivencia pacífica entre los colombianos. Se trata de superar entre todos, la involución social, y que de las cenizas del odio, del secuestro, de los desplazados, del dolor, de los vivos y de los muertos, como la Lechuza de Minerva al anochecer, renazca la Palabra, la tolerancia, la ternura, el dialogo y la paz.