Antonio Mercado Flórez. Filósofo y Pensador.
En el texto Decadencia de Occidente. Introducción. Spengler plantea que uno de los problemas de la historia universal es reconocer en el lenguaje de las formas históricas las contradicciones de la civilización moderna. Al principio abarcaba solo un problema particular de la civilización moderna, y ahora se convierte en una filosofía enteramente nueva, la filosofía del porvenir, si es que, de nuestro suelo, metafísicamente exhausto, puede aún brotar una. Esta filosofía es la única que puede contarse al menos entre las posibilidades que aún quedan al espíritu occidental en sus postreros estadios.
Piensa que, todavía no ha penetrado en nuestras formulas intelectuales la convicción de que, además de la necesidad que une la causa con el efecto –que yo llamaría lógica del espacio-, hay en la vida otra necesidad: la necesidad orgánica del sino –lógica del tiempo-, es un hecho de profunda certidumbre interior, un hecho que llena el pensamiento mitológico, religioso y artístico, un hecho que constituye el ser y núcleo de toda historia, en oposición a la naturaleza pero que es accesible a las formas del conocimiento analizadas en la Crítica de la razón pura. Por tanto, la historia universal es nuestra imagen del mundo, no la imagen de la “humanidad”. (Spengler). Entonces, en la civilización de Occidente, la historia universal se convierte en la forma enérgica de la conciencia vigilante.
Para Spengler, la decadencia de Occidente significa nada menos que, el problema de la civilización. Nos hallamos frente a una de las cuestiones fundamentales de toda historia. ¿Qué es “civilización”, concebida como plenitud y término de una “cultura”? Porque cada “cultura” tiene su “civilización” propia. La “civilización” es el inevitable sino de toda “cultura”. La “Civilización” es el extremo y más artificioso estado a que puede llegar una especie superior de hombres. Es un remate, subsigue a la acción creadora como lo ya creado, lo hecho, a la vida como a la muerte, a la evolución como al anquilosamiento, al campo y a la infancia de las almas –que se manifiesta, por ejemplo, en el dórico y en el gótico- como la decrepitud espiritual y la urbe mundial, petrificada y petrificante. Es un final irrevocable, al que se llega siempre de nuevo, íntima necesidad. (Spengler).
Este devenir de la materia, el espíritu y las formas artísticas de la civilización occidental, en su estado artificial y decadente, expresan la Época Moderna como Cultura del artificio. Además, un ámbito en el que prevalecen las relaciones artificiales sobre las relaciones de sentido. Estamos transitando sobre la superficie de una época abstracta, donde prevalecen las imágenes, la estadística, los lenguajes digitales y la objetivación del ser humano. En una época como la nuestra sobresale el tipo de hombre de espíritu fuerte, completamente a-metafísico. Son personas enteramente prácticas y, en sus vidas predomina lo material, las armas, el dinero y el poder. En sus manos está el destino material y espiritual de toda época postrimera. Son los que han llevado a cabo el imperialismo babilónico, egipcio, indio, chino, romano; y, ahora en la actualidad, el imperialismo norteamericano.
La civilización moderna alcanza su exponente máximo en la sociedad norteamericana, deriva sus formas de la cultura europea. Su imaginación enderezada exclusivamente al pragmatismo, no se interesa por la elevación del espíritu y del alma, por las formas artísticas, la cualidad del Ser y el existir, por el devenir de la historia, sino por el presente-actual. Es, por así decir, una civilización materialista. Los europeos tienen alma y espíritu, ellos sólo intelecto. Que se decantan por la ciencia, la técnica, el dinero y el Gran Poder. Mejor, no se inclinan por la esencia del Ser, ni de la técnica, ni la esencia del hombre, sino por la función. Por eso, lo que les interesa es la instrumentalización de la técnica y no su esencia, que pone ésta al servicio del hombre y la Humanidad.
Ellos son los que han llevado el imperialismo occidental a su máxima expresión; de ahí la brutalidad, lo bárbaro, la falta de sensibilidad y de espíritu, para tratar los asuntos humanos. Los norteamericanos son un pueblo sin alma, sin filosofía, sin sensibilidad, sin escrúpulo, sin sentido estético de la existencia. El éxito material, económico, científico y técnico; es más importante que las necesidades espirituales o morales del ser humano.
Por tanto, las grandes decisiones no se toman ya en el “mundo entero”, sino en pocos países que “han absorbido el jugo de toda la historia y frente a las cuales el territorio restante queda rebajado al rango de provincia”. Mejor dicho, en la actualidad se toman las decisiones desde un Cuadro de mando, donde todas las piezas encajan a su perfección, un acto mediante el cual una única maniobra ejecutada en el cuadro de distribución de la energía conecta la red de la corriente de la vida –una red dotada de amplias ramificaciones y múltiples venas- a una gran corriente que proviene de las minorías selectas, la esfera militar, económicas y del Gran Poder.
Además, existe la ¡Ciudad mundial y provincial! Por tanto, en lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma, tenemos un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la Gran urbe, hombre puramente atenido a los hechos, sin tradición, que se presenta en forma de masas informes y fluctuantes; hombre sin religión, inteligentes, improductivos, imbuidos de una profunda aversión a la vida agrícola, hombres que representan un paso gigantesco hacia lo inorgánico, hacia el fin. (Spengler).
Hoy, en cambio, predomina la Gran ciudad en todas sus acepciones sobre las provincias y las aldeas, la urbe mundial significa el cosmopolitismo sobre el pueblo, el sentido frío de los hechos sustituye a la veneración de la tradición. Todo esto significa la irreligión científica como petrificación de la religión del alma y del corazón, sociedades en lugar de pueblos, el Estado y sus instituciones, los derechos adquiridos sobre los naturales. Por tanto, “el dinero como factor abstracto inorgánico, desprovisto de toda relación con el sentido del campo fructífero y con los valores de una economía de la vida, es lo que ya los romanos tienen antes que los griegos y sobre los griegos. A partir de aquí, una concepción distinguida y elegante del mundo es también cuestión de dinero. (Spengler).
Así, Ernst Jünger se pregunta, ¿Quién discutiría que la civilización tiene con el progreso una ligazón más íntima que la que posee la Kultur y que aquella es capaz de hablar en las grandes urbes su lenguaje natural y sabe manejar medios y conceptos a los que la cultura se enfrenta sin tener ninguna relación con ellos e incluso de manera hostil? (Jünger). En la Gran ciudad la civilización y el espíritu del progreso se entrelazan y responden al Espíritu del Tiempo. Hoy cabe aportar ciertamente buenas razones para probar que el progreso ya no es un avance; pero acaso más importante que esa comprobación sea preguntarse si el auténtico significado del progreso no es otro, un significado diferente, más secreto, que se sirve, como de un escondite magnifico, de la máscara de la razón, muy fácil en apariencia de abarcar con la mirada. (Jünger).
Sabemos que la razón es extremadamente cruel, más si se pone al servicio del progreso. El ser humano empieza a sospechar que a la idea de progreso se impone por doquier en la vida, unos impulsos diferentes y más ocultos. Con toda razón se ha complacido el espíritu en despreciar de múltiples modos las marionetas de madera del progreso –más los delgados hilos que ejecutan los movimientos de las marionetas son invisibles. (Jünger). Ahora, si nos ocupamos de los movimientos más secretos del progreso, tenemos la sospecha que la técnica y el progreso, responden al vaho fétido y oscuro del ejercicio del Gran Poder. Un ejercicio que no tiene miramientos con nadie, aún en contra de sus connacionales, si éstos lo cuestionan.
De una cosa estamos seguro, ¿Quién pondría en duda que el progreso es la iglesia popular del siglo XIX y XX –la única iglesia que goza de una autoridad efectiva y de una fe exenta de críticas? Aunque a las puertas del siglo XXI se ponga en duda la fe en el progreso, continúa siendo junto con la técnica la doble cara de Jano de la civilización moderna.
Además, la relación que la sociedad moderna establece con el progreso y la técnica, es completamente utilitaria y funcional. Éstos desempeñan un papel fundamental en la vida de las personas, los pueblos y los Estados. Y, efectivamente, en esa relación es donde hay que buscar el auténtico factor moral de nuestro tiempo, un factor provisto de irradiaciones tan sutiles e imponderables que con ella no pueden competir ni siquiera los ejércitos más fuertes. (Jünger). Es, de suponer que, la creciente trasmutación de la vida en energía y la progresiva volatilización del contenido de todos los vínculos en beneficio de la civilización de la Gran ciudad, la técnica y el progreso, “ha trasmutado la relación del hombre con la naturaleza y con el mundo que lo rodea.” No solo están provocando una “Episteme”, sino también una “Ontología” diferente.
Se constata que el Ser no deviene montado a galope de la esencia lenguaje, ni en los movimientos del pensamiento, sino que se esconde detrás de la voluntad de poder y de saber. La verdad del Ser se vela en el deslumbramiento de la velocidad, el maquinismo y lo fútil de la técnica y del Gran Poder. Aquí el tejido del Ser y la esencia del hombre, se quebrantan por la prevalencia de las ciencias positivas y la técnica. Y, en la actualidad está provocando una tragedia fundamental en el tejido estético del Ser y de la existencia.
Así que, la Gran ciudad, la técnica y el progreso, son la expresión de la cultura del artificio. Aquí no vive un pueblo, sino una masa. En ella se teje la incomprensión a toda tradición, que al ser atacada arrastra tras de sí la ruina de la cultura misma. Hay que destacar que, la domesticación burguesa e individualista de la técnica produce que el “último hombre” disponga de grandes medios que contrastan con su mediocridad, este es el hombre que cree a pie juntilla en los periódicos, pero desdeña mirar lo que está escrito en las estrellas. Hombre temeroso en la ciudad de la era fáustica. Jünger lo describe como un hombre despierto, activo, desconfiado, sin relación con las Musas; será un degrinador nato de todos los tipos superiores y de todas las ideas superiores. (Alain de Benoist).
En un mundo donde prevalece el vaciamiento de los valores, la mediocridad, la materia, el odio, los objetos manufacturados y el consumo; resulta indispensable la labor de los poetas, pues sólo con la imaginación que otorga su fuerza básica a las acciones, el mundo de la Técnica podrá revitalizarse, si accede al reino de las Musas; la enorme superioridad de este reino del arte y de la veneración podrá proporcionar al mundo de la Técnica el milagro del Ser. (de Benoist).
En efecto, ¿Quién es el hombre de la Gran ciudad? Lo que en el mundo liberal se entendía por “buen” rostro era propiamente el rostro fino, nervioso, móvil, cambiante, abierto a las influencias e incitaciones más variadas. (Jünger). Ese es el hombre que predomina en la Gran ciudad, mediocre y duro de mollera, ya que es incapaz de percibir lo que esconden tras de sí, las ilusiones ópticas y auditivas. Es el hombre que prevalece en la era fáustica, hombre despierto, activo, desconfiado. No es otro que, el decadente hombre del Orden Burgués. Es el habitante del mundo moderno, de la arquitectura de la ciudad sin alma, de las torres de vidrio enhiesta contra el cielo gris, las serpientes de la usura con sus colmillos clavados en el corazón de la raza de los hombres en fuga alzan en el “desierto que crece” la bandera de la peste, el dominio universal de la decadencia y del nihilismo, mediante la planetarización de la técnica. (de Benois).
Y, como en el reinado de Craso del año 60 a.
de C. los que ejercen el Gran poder
son indiferentes a las necesidades materiales, morales y espirituales del
pueblo. Así que, en la esfera pública de las sociedades prevalece en los
partidos, el capital privado y financiero, la corrupción, la inmoralidad, el
cohecho y el lujo; que degradan el Estado
democrático Social de Derecho. En tales cosas, el historiador no debe ni
aplaudir ni censurar, sino estudiar morfológicamente, como se expresa una idea
para quien ha aprendido a mirar y a ver. (Spengler).
Es evidente que, a partir de este momento, todos los grandes conflictos
de la filosofía, de la política, del arte, del saber, del sentimiento, se
hallan dominados por la mencionada oposición. ¿Qué es la política civilizada de
mañana en oposición a la cultura de ayer? En la Antigüedad, retorica; en el
Occidente, periodismo; ambos al servicio de esa abstracción que representa el
poder de la civilización: el dinero.
Su espíritu es el que penetra, sin ser notado, en las formas históricas de la
existencia popular, muchas veces sin alterarlas ni descomponerlas en lo más
mínimo. (Spengler).
La política actual es, en apariencia, el centro de las decisiones que
afectan a la sociedad en su conjunto. Pero, no es más que, la expresión
aparente del poder de una selecta minoría,
que maneja los hilos invisibles de las relaciones de fuerza. Podemos observar
en la actualidad que, los ideales del helenismo, del Renacimiento y de la época
actual, sólo existen para el habitante de la Gran ciudad. Pero, la reflexión de la filosofía, los valores del
arte, del saber, son degradados en nombre de la política y de los políticos. Porque
los que ejercen el poder son ignorantes y barbaros. En lo que respecta a la
relación entre filósofos y políticos, Nietzsche expresó:
En este orden, el imperialismo se corresponde con la civilización fáustica como símbolo de las postrimerías. Produce petrificaciones como imperio, pero también en las formas y posibilidades de la cultura. El imperialismo es civilización pura. El sino del Occidente lo condena a tomar el mismo aspecto. El hombre culto dirige su energía hacía dentro; el civilizado hacía fuera. Cecil Rhodes se erige como la punta de lanza de la civilización fáustica, y su lema era: “La expansión es todo”. Esto representa el estilo político de un futuro lejano, occidental, germánico, y particularmente alemán.
La tendencia expansiva es una fatalidad, algo demoníaco y monstruoso, que se apodera del hombre en el postrer estadio de la gran urbe y, quiéralo o no, sépalo o no, le constriñe y le utiliza en su servicio. La vida es la realización de posibilidades, y para el hombre cerebral no hay más que posibilidades expansivas. (Spengler). En cualquier caso, tanto para el imperialismo y la civilización fáustica: El espíritu es el complemento de la extensión.
Así que, el hombre de la civilización fáustica es el hombre de la fuerza, producto de una espiritualidad severa y enérgica, el hombre de las Grandes urbes, donde prima el intelecto sobre el espíritu, la moral y el sentimiento. Es el hombre que conquista y coloniza tierras lejanas, ignotas; en él se impone la voluntad de potencia sobre la religión, sobre el arte, el mito o la filosofía. Es un hombre que cree en los inventos técnicos y las ciencias, para dominar la naturaleza y al propio hombre. Es un hombre de acción que desprecia las elucubraciones de los filósofos y poetas, porque están fuera del tiempo que le ha tocado vivir. Para él el núcleo de la historia no está en el mito o la filosofía, sino en la acción conquistadora de bienes, el dinero, el poder y los instrumentos técnicos. Se vale del pensar de Copérnico: Ensanchar infinitamente el horizonte de la vida.
Según Spengler, la espiritualidad civilizada de Occidente, el porvenir de Occidente no consiste en una marcha adelante sin término, en la dirección de nuestros ideales presentes y con espacios fantásticos de tiempo, sino que es un fenómeno normal de la historia, limitado en su forma y duración; fenómeno inevitable que se extiende a pocos siglos y que, por los ejemplos antecedentes, puede ser estudiado y previsto en sus rasgos esenciales. (Spengler).
Ahora bien, si logra alcanzar la altitud contemplativa, todos los frutos se le vienen a uno a las manos. En un solo pensamiento se anudan y resuelven sin esfuerzo todos los problemas particulares de la historia de las religiones, de la historia del arte, de la crítica del conocimiento, de la ética, de la política, de la economía, y que la esencia que portan en sí y sus particularidades, se abren a nuestros ojos como campos en flor. (Spengler). Este modo de pensar pertenece a las necesidades íntimas de la cultura occidental, a su modo de sentir el universo. Quién se apropia de éste tiene un punto de inflexión interior o exterior, que cambia la concepción de la vida y del mundo en general.
La teoría Spengleriana dice que nada es eterno y que todo hace parte de un devenir. El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. La época actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo cual excluye por imposible toda una serie de contenidos vitales. (Spengler). Así que, la vida de la civilización occidental está llegando a su fin: por eso no pude ya tener ni una gran pintura ni una gran música, o sus posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien años. Esta manera de ver el mundo, la vida o la historia, será de un gran beneficio para las generaciones venideras, porque le enseñará a discernir entre lo que es posible y, por tanto, necesario, y lo que no cuenta entre las posibilidades internas de la época. (Spengler).
La experiencia de la civilización fáustica es el fin de un siclo de la cultura occidental. Observamos que toda cultura vive un ciclo vital que precede a la rigidez de sus formas; como la pérdida del halito de su espíritu que en su origen la animó. Así que, la civilización occidental es el fin de la cultura fáustica, que se caracteriza por su espíritu imperativo y el despliegue de las posibilidades humanas. Estas manifestaciones de la civilización fáustica van acompañadas por la ruptura del cerco y los límites. Europa y Occidente en general, se enfrentan a la muerte y al desgarramiento de sus pilares fundamentales.
Preguntamos, ¿Qué tiempos vivimos en la actualidad occidental? ¿Qué se conoce como Occidente? Sabemos que Europa se expandió primero en América y, posteriormente, en el mundo. La historia y sus valores morales, éticos, sociales, religiosos; ahora se deshacen como hongos podridos en la boca. Así, el nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. En consecuencia, la civilización fáustica en la actualidad, exalta la velocidad, la técnica, la mecanización, los lenguajes artificiales, las imágenes y los convierte en instrumentos de dominio de la naturaleza y del propio hombre.
El modelo histórico de Spengler expresa que las culturas y las civilizaciones humanas son similares a las entidades biológicas, cada una con una esperanza de vida limitada y un ciclo de vida predecible y determinado. Ernst Jünger lo reconoce en el texto La Tijera: