Antonio Mercado Flórez. Filósofo y
Pensador.
Sabemos que el mundo que habitamos está
poseído por los espejismos de la tecnología y el desarrollo de los procesos.
Sus configuraciones son cada vez mayores y todas las resistencias abren paso a
su ley. “En el automatismo está el movimiento completo, el despliegue imperial,
la seguridad Total” –nos recuerda Ernst Jünger. ¿Para quién? Para los que
ejercen el poder y se valen de él para descargar su peso, su fuerza, su vigor,
sobre el hombre que sufre; sobre el hombre que se encuentra solo y
desprotegido; y cuya inseguridad también es total. Son conscientes de la
concatenación que existe entre el poder, la técnica y el miedo. Este tipo de
poder cae con toda su fuerza sobre el desamparado, el inmigrante, el negro, la
prostituta, el blanco empobrecido, el excluido, el desempleado, el lumpen; y en
particular, sobre los que luchan por la defensa de la libertad, la justicia
social, los derechos humanos; por el Estado de Derecho, la defensa de la vida,
la libertad de expresión, la libertad de creencias religiosas y la dignidad
humana.
Es del miedo de lo que vive el despliegue
del poder Total. Y su acción adquiere especial eficacia en aquellos campos
donde se ha intensificado la sensibilidad. Son insaciables como la loba que
está a las puertas del Infierno descrito por Dante en la Divina
Comedia. Se alimentan del terror y la desesperanza de los débiles que en el
mundo que habitamos, son siempre los muchos.
En los tiempos actuales vemos que el avance
de los procesos y la utilización de los instrumentos técnicos, en efecto, están
llegando hasta las profundidades de la naturaleza humana. Pero lo más dramático
se expresa en los caminos de las tinieblas, caminos que descienden hacia los
hondones de campos de esclavos y los mataderos, donde unos hombres primitivos
se asocian criminalmente con la técnica. Afganistán, Yemen, Colombia, Oriente
Medio, Ucrania, entre otros, son la expresión vigorosa y tenaz de la estructura
técnica y la nueva tecnología del poder.
“En este ámbito no hay destino, lo único
que existe son números. O bien poseer un destino propio o bien tener el valor
de un número –esa es la disyuntiva que nos viene impuesta a todos y cada uno de
nosotros, impuesta ciertamente a la fuerza; pero decidirse por lo uno o por lo
otro es algo que cada cual ha de hacer por sí solo”. Pero también existe el
camino de la luz, el que asciende hacia reinos que están en las alturas, hacia
la muerte en sacrificio” o, al destino que tejen las musas o los dioses
–expresó Jünger en el texto La
emboscadura. Este no es otro, que el camino del encuentro del hombre
consigo mismo, o con la estructura esencial, lo trascendente; y sólo se pueden
alcanzar cuando nos conocemos más así mismos o, por la Revelación en el
interior del ser humano.
Ahora bien, ¿cómo se le puede plantar cara
al poder que encierra la técnica en los nuevos lenguajes digitales? Por supuesto, en la medida que gane
terreno la autonomía de la voluntad, el umbral de la libertad y la consciencia
reflexiva de los seres humanos. La consciencia de que somos seres lingüísticos
y que ahí descansan nuestras fragilidades; pero también, nuestras fortalezas.
Que el ser humano no es un agregado numérico, sino la expresión sublime de la
cualidad del Ser. Que la experiencia enriquecedora – de la palabra y el relato
- permitan que los hombres se preparen para la batalla. Los criminales que se
han asociado con la técnica saben que su poder no es tan fuerte y eficaz como
parece. Porque cuando se cuestionan los presupuestos sobre los que se asientan
sus creencias o ideas, se ponen demasiado molestos y furibundos; y se
convierten en seres intolerantes y no les queda otro camino que asociarse
criminalmente con los instrumentos técnicos.
El mal que existe en el mundo proviene casi
siempre de la ignorancia de este tipo de ralea, que cree que la maldad y la
indiferencia, son potencias mucho más frecuentes en los actos humanos, que las
bellas acciones o la bondad. Desconocen el encanto de la existencia o de la
realidad. La categoría de anhelo o de esperanza le repugna a este tipo de
personas. “Ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que
cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar – recuerda Albert Camus-. El
alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda
la clarividencia posible”.
Sabemos entonces que la seguridad que
brindan las máquinas y sus aparatos, son sólo espejismos con relación al peso
de la realidad y de la existencia en particular. Sometidos como estamos –dice
Jünger– a la fascinación de potentes ilusiones ópticas, nos hemos habituado a
ver en el ser humano un simple grano de arena, si se lo compara con sus
máquinas y sus aparatos. En esta alta civilización técnica los aparatos son y
no dejan de ser, decorados de teatro colocados por la imaginación inferior. El
ser humano es quién ha fabricado tales decorados y él es quien puede desmontarlos,
o bien darles un sentido nuevo.
Por eso, es posible hacer saltar por los
aires las cadenas de la técnica y quien puede hacerlo, es el hombre de carne y
hueso. De lo que aquí se trata, no es de cifras ni del espejismo de los nuevos lenguajes digitales;
tampoco de la Cultura del espectáculo, sino de la naturaleza del Ser, lo
que constituye el espíritu de la realidad y de la existencia humana.
Además, junto al desierto visual se abre
paso el infierno acústico. Pero el lugar donde más se siente el golpe virulento
de la ola al romper, es en el lenguaje. Las imágenes desplazan a las palabras y
las relaciones artificiales reemplazan a las relaciones de
sentido. En la civilización actual el efecto que las imágenes causan, es
más fuerte que el de las palabras. En consecuencia, el mundo no solo está
adquiriendo un “aura” nueva, sino también una epidermis más sensible.
Así pues, ¿cómo ha podido ocurrir esto en tan pocos espacios de tiempo y
extenderse al mundo en general? No podía darse sino en un mundo en tránsito. Un
mundo donde la atmósfera que reina es contradictoria e inextricable. Los nuevos
valores no están vigentes del todo; los viejos ya no están.
Parece que el ser humano estuviera
suspendido sobre la epidermis de la realidad; y existieran fuerzas que lo
trascienden. Esta trastocación de los valores permite pensar que tenemos una
imagen distorsionada de la existencia y la realidad. Porque el mundo que
habitamos se presenta fluido, sin peso y fugaz, ante el sentido de la vida y
del mundo. Por eso reina la sensación que todo, absolutamente todo, se mueve
bajo los pies.
Herder tenía razón cuando en su día nos
habló de la vida de la humanidad –al igual que Mill, Schopenhauer o Carlyle–
nos hablaron de las trivialidades y del pesimismo de la vida cotidiana. De esa
especie de entumecimiento de los sentidos, de la parálisis del pensamiento, de
la que está cargada la atmósfera del presente–ahora. Esto está
representado en los procesos refinados, precisos y abstractos de la técnica y
la ciencia. Procesos que poco a poco van minando la capacidad de asombro, los
contenidos de la experiencia individual, la memoria étnico-verbal que tanto han
aportado a la historia de la cultura occidental. Cuando el pensamiento racional
está cargado de maldad y esa cualidad suya contagia a todo plan humano, hay que
dar un giro, buscar otros caminos de experiencia y de saberes.
De ahí que la vida en la Gran ciudad sea gris, sórdida, lúgubre y
agitada. Porque la condensación de la rutina cotidiana es tan densa y se
manifiesta en una especie de excitación rabiosa, que no permite visualizar el
negro absoluto. En la Gran ciudad, la
luz, el frescor de la naturaleza, la tranquilidad, se convierten en propiedad
de unos cuantos poderosos. En la Gran
ciudad, todo se compra y se vende, sólo basta poseer el mundo dineral. Se
compra la salud, el agua que bebemos, el sosiego, la soledad, la educación, el
sexo, la amistad, la cultura, etc. Pero también se escucha a lo lejos la voz
que dice: no es en el terreno de la economía ni de la política ni de la
técnica, tampoco de la ciencia, donde residen los fragmentos de Absoluto, sino en lo profundo de la
condición humana. Por eso, en esta alta civilización técnica y de masas, vale
la pena mirar hacia el hombre concreto de carne y hueso, hacia su mundo interior.
En este mundo que habitamos, existe la
sensación de que el ser humano no posee las herramientas necesarias para
batirse con la técnica y la nueva estructura del poder. Como si la vida fuera
un grano de arena en el desierto arrastrado por el viento sin fronteras. De ahí
que Walter Benjamín nos recuerde las novelas de Paul Scheerbart, que de lejos
parecen como de Julio Verne, como se ha interesado (a diferencia de Verne que
hace viajar por el espacio en los más fantásticos vehículos a pequeños rentistas
ingleses o franceses), por cómo nuestros telescopios, nuestros aviones y
cohetes convierten al hombre de antaño en una criatura digna de atención y
respeto. Por cierto, que esas criaturas hablan ya en una lengua enteramente
distinta. Y lo decisivo en ellas es un trazo caprichosamente constructivo, esto
es contrapuesto al orgánico. Resulta inconfundible en el lenguaje de las
personas o más bien en las gentes de Scheerbart; ya que rechazan la semejanza
entre los hombres, principio fundamental del humanismo.
Sabemos que el Mundo Moderno realizó la
concatenación entre el poder en sí y para sí, en el Estado. El liberalismo
político del siglo XIX, creía que “el individuo sólo accedía a la libertad por
y en el Estado”. Esta amenaza de tiranía se hace patente en el siglo XX, porque
configura “una concepción de la razón incapaz de atajar su deriva en fuente” de
sin sentido y penuria, dolor y sufrimiento, violencia y muerte. Franz
Rosenzweig en Hegel y el Estado
(1920), se refiere a una concepción de la razón incapaz de contener la
violencia en la historia. En su defecto, intuye cómo la razón se pone al
servicio de la guerra y de unos hombres demoniacos, haciendo patente el trágico
destino del hombre sobre la Tierra.
Fue a partir de la fractura de la razón y
de los despropósitos humanos, donde percibe que se “vuelve imposible pensar que
la aspiración última del hombre puede satisfacerse dentro de la historia”. Y,
que la vida obtiene su fundamento en el gobierno de la temporalidad histórica.
De ahí que recurra al concepto de Revelación,
“tal como Rosenstock se lo ha definido en su correspondencia: un acontecimiento en virtud del cual existe
en la naturaleza una “orientación”, un arriba y un abajo, un antes y un
después”.
Esto constata la “fascinación que sentía hacía
mucho tiempo por el momento 1800 y el asco que le inspiraba, por el contrario,
la esterilidad intelectual de su propia época”. En cuanto a “un antes y un
después”, su nombre es, precisamente, “1800”, que Rosenzweig lo encarna en dos
personajes, “Hegel” y “Goethe”: Hegel, como “último filósofo, último cerebro
pagano”; Goethe como último cristiano, tal como quiso Cristo y, por tanto,
primer “hombre a secas”. Para Rosenzweig “1800” representó una especie de
“milagro de la historia mundial”.
Este milagro alcanzó su máxima expresión
hasta el célebre verano sin nubes de 1914, cuando la guerra convierte la
existencia y la civilización occidental, en campos de sin sentido, de dolor y
muerte. Y a partir de ahí, el Estado Moderno se transforma en una gran máquina
de producción técnica e instrumentos de poder y dominio. Entonces, se pudo
observar que, en el transcurso del siglo XX, la nueva estructura de la técnica
no sólo afectó la naturaleza lingüística del hombre, sino también la estructura
de la razón y los valores de la cultura y la civilización occidental.
La primacía del lenguaje técnico en su
deriva se metamorfosea en Cultura de lo efímero, y los altos
valores de la cultura de Occidente, se deterioran en nombre del entrelazamiento
de la técnica y la nueva estructura de poder. Así que, no se trata sólo de una
renovación técnica del lenguaje, sino de la utilización del lenguaje y el
pensamiento al servicio del poder, del colectivo técnico y del mundo de ese
colectivo.
Por tanto, “es un movimiento que hay que
atisbar más que demostrar”; las falacias ópticas y auditivas del progreso, por
ejemplo, se han convertido en una fuerza de índole cultual: “de exceso,
aventura en las profundidades de la existencia y pasión mística en la barbarie
y la muerte”. Por eso, hay que situarlas en el pálpito de la civilización
contemporánea. En cualquier caso, al servicio de la “modificación” de la
realidad y no de su “descripción”. La prescripción llega de repente como un
rayo que cae de un cielo sereno; tú eres un rojo, un blanco, un negro, un ruso,
un alemán, un coreano, un sudaca, un jesuita, un masón; eres, en cualquier
caso, mucho peor que un perro. Sobre
ellos cae el poder Total, sin contemplación; el que teje y desteje el mundo del
colectivo técnico, la nueva voluntad de poder y las esferas del dinero. Esta
mutación en el orden de la existencia, ha llegado a concentraciones tan
vigorosas, inmediatas y universalistas, que no tiene parangón en la historia de
la humanidad.
En este orden causa estupor imaginar, que
la nueva estructura de poder convierta la crueldad, el miedo, el sufrimiento,
el dolor, la inseguridad y el desasosiego de la vida cotidiana, en elementos
constitutivos de las nuevas formaciones de poder. Así que, la indiferencia ante
el dolor y el miedo, el sufrimiento y la soledad, se convierten en una de las
representaciones evidentes de las sociedades contemporáneas. Esto hace del
hombre de hoy, un ser sumamente desgraciado.
Sabemos que la razón técnica en esta alta
civilización abstracta, trastocó el sentido y la magia de las lenguas
naturales. Por eso, se convierte en “imperativo”, que la razón trascienda los
límites donde está recluida, ya que los espejismos de la técnica son sólo
materializaciones de la especulación de los despliegues del” Yo” en la historia.
Sabemos también por el estado de cosas que han sucedido, que a la deriva de la
razón y a la historia reciente de la civilización occidental, le pertenecen los
escombros de la memoria y del recuerdo, tanto como el relampaguear de las
reflexiones del pensamiento, que han de hacerse cargo de las preguntas de los
humillados, excluidos y vencidos.
Por tanto, re-pensar el alcance de la razón
técnica, es hacerlo bajo las exigencias de justicia universal, propias del
mesianismo. Re-pensar, por ejemplo, que la frescura de lo elemental que una vez
contenía el lenguaje y las categorías de la razón, no responden con la misma
energía a los requerimientos humanos. Esto resulta sumamente preocupante para
el hombre de hoy. Porque en algunas esferas del saber y de la vida parece que
la memoria verbal, los medios y los modos de la comunicación humana, estén
completamente batidos. La conversación, por ejemplo, que ahonda y enriquece las
vivencias espirituales, brilla por su ausencia. Esta mutación en el orden de la
existencia, configura una civilización donde las redes de la comunicación
simultánea e inmediata, pautan los ritmos de la vida. Como consecuencia nunca
en la historia de la humanidad, los hombres se han sentido tan solos y
desprotegidos como ahora.
Por eso, en efecto, la estructura de la
técnica y el poder en sí y para sí, no tienen otro legado que cortar las
amarras con lo permanente, los mitos y los ritos, las tradiciones y las
costumbres, la memoria étnica y verbal de la Cultura, para imponer su impronta
en la actualidad. Desean que el individuo portador de experiencia o el hombre
vivo, que se enfrenta a la realidad cognoscible y a la experiencia histórica,
se diluya en las redes de la razón técnica y la nueva voluntad de poder. “Cada
vez más la palabra está subordinada a la imagen. Sectores cada vez mayores de
los hechos y las sensibilidades, especialmente en las ciencias exactas y las
artes no representativas, están fuera de la expresión verbal y de la
paráfrasis” –expresó George Steiner en “El
castillo de Barba Azul”.
Esto constata que la preponderancia de la
razón técnica en los asuntos humanos, hace mella el mundo del espíritu
lingüístico. Eso no significa que la armoniosa lira de la cultura de la
palabra, no se escuche en momentos excepcionales; en el instante que la lengua
humana bebe de las fuentes de la divina o de lo elemental. De las canciones que
velaron nuestros sueños y pesadillas; los ecos fragmentados de la lengua de
nuestros mayores; la que posibilita las experiencias comunes compartidas; esa
que revela los sueños colectivos de una memoria ancestral, y aún en los
momentos más oscuros otorga sentido a la existencia.
Madrid-España a 16/09/2023