jueves, 17 de octubre de 2019

EL SIMBOLISMO DE LA MUERTE


                                


 Antonio Mercado Flórez.


Humberto Eco en Apostillas al Nombre de la Rosa, expresó: <<El hombre por naturaleza es un animal simbólico>>. Las culturas viven mientras viven sus símbolos. Así pues, la función de los símbolos es defendernos del terror –dijo Oswaldo Spengler en Decadencia de Occidente. Ni el movimiento trágico ni el movimiento técnico –si es licito emplear estos términos para distinguir los fundamentos de lo que es vivido- agotan la realidad del ser viviente. El hombre tiene más cosas que ofrecer que, la técnica, la economía, la política y que el pensamiento científico.

Estas esferas hacen parte de las formas del conocimiento; de otra parte, existe la necesidad orgánica –el decurso biológico propio-, que es un hecho de profunda intuición interior, un hecho que llena el pensamiento mitológico, religioso, artístico, histórico, y, no está en contradicción con las formas del conocimiento. Sino que interiormente se complementan; esto es, que existen relaciones internas entre el arte, la matemática y el cosmos. O, entre la técnica, la política y la economía. Que es necesario desvelar para comprender la relación entre Hombre-Mundo, Hombre-Cosmos, Hombre-Dios.

Así que, somos seres en constante movimiento; aun cuando las cortinas de la noche cierren los ojos y el espíritu y los sentidos duerman. De ahí que, todo movimiento propio tiene expresión, todo movimiento ajeno produce impresión; de suerte que todo cuanto se da en nuestra consciencia, sea cual fuere su forma –alma y mundo, vida y realidad, historia y naturaleza, ley y sentimiento, sino, Dios, futuro y pasado-, todo, para nosotros, encierra otro sentido, que es el más profundo. Y el único medio supremo para hacer comprensible lo incomprensible, consiste en una especie de metafísica, para lo cual todo, sea lo que fuere, tiene la significación de un símbolo.

Los símbolos son signos sensibles, impresiones últimas, indivisibles y, sobre todo, involuntarias, que poseen una significación determinada. Un símbolo es un rasgo de la realidad que, para un hombre con sus sentidos alerta, designa inmediata y evidente algo que no puede comunicarse por medio del intelecto. De este modo, todo lo que existe en la naturaleza y el mundo hecho por el hombre, es símbolo. Todo es impresión simbólica que el universo produce cuando estamos despiertos. De ahí, percibimos ese lenguaje en las horas de recogimiento y soledad. Por otra parte, Expresa Spengler: el sentimiento de una comprensión homogénea es el que, sobre la humanidad universal, reúne y destaca ciertos grupos, familias, clases, tribus y, finalmente, todas las culturas.

Tal es la idea del macrocosmos, de la realidad como conjunto de todos los símbolos de un alma. Nada puede eximirse de esta propiedad de ser significativo. Todo lo que existe es símbolo. Desde la apariencia corporal: rostro, estatura, gesto, porte de los individuos, de las clases sociales, de los pueblos –en donde siempre se ha reconocido el simbolismo-, hasta las formas del conocimiento, la matemática y la física, que se suponen eternas y universales, todo es símbolo, todo manifiesta la esencia de un alma determinada, con exclusión de cualquier otra. 

En el momento que el hombre empieza a reflexionar sobre la muerte, y la incluye en su espíritu, sus sentimientos, sus obras, previsiones, cesó la inmediata e instintiva vida animal, y nace lo que Spengler llamó: la Cultura. Desde el momento de la existencia, cuando el hombre se hace hombre y conoce su inmensa soledad en el universo, es cuando despunta en su corazón el terror cósmico, bajo la forma puramente humana del terror a la muerte. Spengler piensa que, toda religión, toda filosofía, toda ciencia natural, tiene aquí su punto de partida.

La muerte entonces posibilita un <<punto de inflexión>> en relación a la vida inmediata, instintiva y, la aparición de la Cultura se convierte en una <<forma>> de la muerte. Cuando el hombre se enfrenta a su soledad experimenta el terror cósmico, bajo la forma puramente humana del terror a la Muerte. Toma conciencia de su fragilidad y su finitud, en el devenir del tiempo. Así que, toda filosofía, todo arte, todo mito, toda religión, toda ciencia y toda técnica; tiene en la muerte su punto de partida. Entonces, el lenguaje simbólico va unido a la Muerte: al culto de la Muerte. O, en otras palabras, a la forma del enterramiento, a la tumba y sus adornos, a los rituales o mitos mortuorios.

Además, el terror primigenio es el origen de todo sentimiento histórico. La solicitud vigilante por la vida, que aún no ha pasado, es la que inspira la solicitud por el pasado. Un animal tiene futuro solamente; el hombre conoce también el pasado. Toda nueva cultura despierta también con una nueva <<intuición del mundo>>; esto es, con una súbita visión de la muerte. No existe cultura que no tenga en su intuición interior una percepción de la muerte. La cultura representa una forma simbólica de relacionarnos con la muerte. La esencia de todo simbolismo autentico -inconsciente e íntimamente necesario— se origina en el conocimiento de la muerte, que nos descubre el misterio del espacio.

Así, tomamos consciencia que todo producto es transitorio. Dentro de pocos siglos no habrá cultura y civilización occidental; y, no porque la serie de generaciones humanas se hubiese acabado, sino porque no existe ya la forma interior de un pueblo, la que había reunido a un gran número de generaciones en un gesto común. Cuando se diluye en sus contradicciones o se degrada el hálito de vida de un pueblo, desaparece la esencia que le da <<forma>> y <<contenido>>. Esa intuición interior posibilita la expresión de un pueblo, en las formas del conocimiento o en sus sentimientos: en el arte, la música, la arquitectura, la poesía, la novela, la técnica, la ciencia y el pensamiento en general. Y, la muerte se convierte en el vehículo que eleva el espíritu a lo trascendente y divino. 

Walter Benjamín en el texto El Narrador afronta el problema de la muerte desde la narración. Asocia la narración al valor de eternidad y, la opone en la actualidad a las noticias, al sistema general de información, que es lo único propiamente constante. La in-formación tiene interés en desdibujar la textura de los contenidos espirituales de la experiencia como percepción y participación en lo diferente de los acontecimientos; es lo contrario, al valor de eternidad que Benjamín asocia a la narración. Así que, toda narración está rodeada de un halo de antigüedad, como sí se tratará de una historia que se ha venido contando desde siempre de generación en generación.

También acerca de eternidad habla en El Narrador, como un pensamiento que extrae su sentido del factum de la muerte; y, que progresivamente desaparece para la consciencia del Orden Burgués: del sujeto burgués. Que en la modernidad se relaciona con la pérdida de comunicabilidad de los contenidos de la experiencia y con el fin del arte de narrar. Esta evanescencia dice Benjamín sólo puede explicarse por el cambio <<en el rostro de la muerte>>. Cambio que consiste en la ocultación de ese rostro, su retiro de la mirada colectiva, y, de otra parte, en lo que se podría en llamar la privatización del morir. Además, esta privatización del <<rostro de la muerte>> es, para Benjamín la clave para valorar la narración.

<<La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir>>. Ahora, ¿Qué significa que la muerte sea tal sanción? Una sanción es la confirmación o aprobación de una ley, acto o costumbre. Ahora bien, Benjamín concibe a la muerte como fuente de autoridad de la narración y que la misma narración no agota. Así, la muerte es la paradoja de la narración; porque marca el límite absoluto del lenguaje y el silencio. Asimismo, teniendo presente la muerte como sanción, Benjamín dice que las historias del narrador <<nos remiten a la historia natural>>. Lo que hace el narrador es reinscribir la historia humana (historia universal), en la historia natural; siendo la muerte en punto de encuentro, la bisagra, el acontecimiento en que se cruzan la una y la otra.

En este orden, según Benjamín la muerte posibilita la narración, el valor de eternidad y la opone a la actualidad, al presente-ahora como noticia e información. Y que la muerte pasa de ser un acontecimiento colectivo a convertirse en la época moderna en algo enteramente privado. Así, pierde el aura de arcaísmo (la aparición irrepetible de una lejanía por muy cercana que esta pueda hallarse) para transformarse en mercancía.

La muerte entonces nos sustrae del lenguaje y nos precipita al silencio. En la actualidad estos procesos de simbolización de la muerte la ubican tanto en la dimensión puramente natural en su incidencia histórica y, de la Cultura y la alejan cada vez más de su dimensión sagrada y divina. En la actualidad se hace un corte, un punto de inflexión respecto a la muerte y el morir. No sabemos que es la muerte y pensar en ello nos ayuda a saber lo que ésta es, por lo cual se convierte en lo imposible. En la disolución del límite, en la caída en el vacío, donde todo lo posible, lo que es posible ingresa en el no-saber. 

A partir de que el hombre se hace consciente de la muerte, la continuidad de la existencia se rompe, se desgarra y, en consecuencia, tiene una experiencia final de desaparición, porque conoce el tiempo y, por ende, es consciente de su propia muerte, que hay una experiencia final de desaparición. Ernst Jünger pregunta, ¿Qué es lo que queda del hombre una vez que le ha llegado la hora de la muerte? ¿Desaparecemos realmente o sólo nos esfumamos nos desvanecemos? ¿A dónde conduce el viaje y con qué equipaje? ¿Nos está permitido llevarnos el cerebro o es preciso hacer entrega de él?