Antonio Mercado Flórez. Filósofo y
Ensayista.
El filósofo de origen judío Walter
Benjamín, escribe un ensayo que nomina Sobre
el lenguaje en cuanto tal y sobre la
lengua del hombre (1916). Donde trata el origen divino del lenguaje, la
importancia del nombre, la lengua adánica y posadánica del hombre, la
pluralidad de las lenguas y el anhelo de la lengua pura de Dios, en la traducción.
La lengua del hombre que nomina a las cosas, a los seres del mundo; y ésta como
aquella que se comunica a sí misma en su esencia lingüística. Y la lengua como
medio, donde las palabras son convenciones socio-históricas-culturales espontáneos,
signos arbitrarios que los hombres asignan a las cosas o a los objetos.
Benjamín dijo, que, El Génesis, pone en evidencia la relación del
acto de creación de la lengua. La creación del mundo por Dios acontece en el
verbo. Las cosas son creadas por el verbo de Dios. Así la lengua es la creadora
y realiza, es el verbo y el nombre. La lengua pura y omnipotente de Dios se
encarna y convierte en realidad lo que Dios nombra.
Así el nombre que Dios da a los seres
es creador porque es verbo, éste es conocimiento porque es nombre. Dios hace
que conozcamos las cosas en virtud del nombre. Sólo en Dios el nombre es idéntico
al verbo creador y por medio de ello conocimiento. Además, sólo en Dios se da
la relación absoluta entre el nombre y el conocimiento.
Benjamín advierte que Dios, no ha
creado al hombre mediante el verbo ni tampoco lo ha nombrado, sólo “ha dejado
surgir libremente la lengua” en él; no es otra mediante la cual ha ejercido su acción
creadora. La lengua es un presente que Dios dona al hombre y lo eleva sobre
todas las cosas. Dios ha otorgado al hombre su propia fuerza creadora, y ha posibilitado
a éste la lengua con la que creo el mundo y su realidad, los seres animados e
inanimados.
En su teoría del lenguaje, Benjamín se
aparta de la concepción burguesa de la lengua, en la cual las palabras son
convenciones socio-históricas-culturales espontáneos, signos arbitrarios que
los hombres asignan a las cosas o a los objetos.
Así que, el hombre puede dar nombre a
los diversos seres con palabras que encierran el conocimiento inmediato y
concreto de ellos, mientras vive en el Edén, en el estado paradisiaco se halla
en total comunidad y comunicación con las cosas. En este estado, todo lo que el
hombre oye, ve o toca, todo aquello con lo que está en contacto es palabra viviente,
palabra emanada de Dios, porque Dios es también palabra.
De esta manera si el hombre adánico está
en contacto con la palabra divina creadora de todas las cosas y de ello tiene
el conocimiento directo de ellas, así la lengua paradisiaca es conocedora. El
conocimiento del verbo con el cual las cosas han sido creadas le posibilita al
hombre primigenio darles un nombre, aquel que nombra y expresa el auténtico ser
de las mismas, por eso el nombre que el hombre da a las cosas depende las
formas en que las cosas se comunican con él.
Así que, el nombre es la resonancia en
el hombre de lo que existe o vive, es el eco audible de las cosas en el ser del
hombre. De ahí que, la palabra humana tenga un aspecto receptivo, que capta en
mayor o menor medida la lengua de los seres a través de la cual “se irradia,
sin sonido y en la muda magia de la naturaleza, la palabra divina”.
Por tanto, una vez que el hombre sale
del estado edénico, donde habla una sola lengua, aparecen una pluralidad de
lenguajes, los cuales diversifican el conocimiento originario, que posibilita
una pluralidad de traducciones. Así el hombre posadánico abandona la contemplación
de las cosas, se aparta de la íntima comunión con ellas que le posibilitaba
escuchar su lenguaje sin palabras –como residuos del verbo de Dios.
Este acto humano que posibilita el
cisma edénico con el verbo de Dios, permite surgir la lengua como palabra
humana, diferente y distante de la lengua nominal que el hombre hablaba en el
Paraíso. Este lenguaje de la “caída” actúa sólo como medio, como signo, que no
expresa el nombre originario de los seres; el hombre que se ha apartado de Dios,
que desobedeció su mandato y, se dejó seducir por la serpiente para conocer lo
que es el bien y el mal, un conocimiento que no tiene nombre y es pura “cháchara”,
pura “charla”.
“El bien y el mal son […] como innominables,
sin nombre, fuera de la lengua nominal, que el hombre abandona”, al decir de
Benjamín.
El pecado original, según Benjamín,
consiste en el acto de nacimiento de la palabra humana, la palabra de la abstracción
y el juicio, que ocurre por el conocimiento del bien y del mal. Pero este
conocimiento carece de valor y de existencia, ya que acarrea la ruina de la
dicha del espíritu lingüístico originario y se expresa en una lengua exterior a
él, como imitación del verbo creador, de la lengua pura de Dios.
La palabra posadánica, que se refiere a
la inmediatez de lo concreto que habita en el nombre, “cae en el abismo de la
mediatización de toda comunicación […] en el abismo de la charla”, se convierte
en palabra vacía, y se manifiesta como palabra juzgadora, que da lugar a que el
primer hombre sea expulsado del paraíso.
Aquí empieza el errar del hombre por el
mundo y el “cisma” de la pluralidad de las lenguas y la añoranza de la lengua
divina en la traducción. La pérdida de la capacidad creadora de la lengua
humana es correlativa a la abstracción y al juicio, también a la lengua como “medio”
y a la charla vana. En este contexto, el pensamiento o la palabra del hombre
obtienen el poder creador de realidad como imitación pálida de la creación del
verbo de Dios, que es conocimiento.
Madrid-España a20/01/2023
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