lunes, 10 de noviembre de 2014

A propósito del desarraigo del inmigrante

                    

Antonio Mercado Flórez
  
   
   Todo intelectual en el exilio, decía Theodor W. Adorno, sin excepción, lleva una existencia dañada, y hace bien en reconocerlo sino quiere que se lo hagan saber de forma cruel desde el otro lado de las puertas herméticamente serradas de su auto estimación. Vive en un entorno que tiene que resultarle incomprensible por más que sepa de las organizaciones sindicales o del tráfico urbano: siempre estará desorientado. Entre la reproducción de su propia vida bajo el monopolio de la cultura de masas y el trabajo responsable existe una falla persistente. Su lengua queda desarraigada, y la dimensión histórica de la que su conocimiento extraía sus fuerzas allanada. Su aislamiento se hace patente cuanto más el poder político y los grupos de presión responden a organizaciones jerárquicas y excluyentes. Entre más control tenga la sociedad, el poder y la economía, más excluido estará de los medios de reproducción de su propia vida. Así, nos produce horror el embrutecimiento de la vida, la ausencia de toda moral vinculante que nos arrastra a formas de conducta, lenguajes y valoraciones, que en la medida de lo humano resultan bárbaras. El extranjero señala con claridad la debilidad de adaptación del oprimido, se constituye en una segunda naturaleza y, se revela en su vida la tosquedad, insensibilidad y violencia, que se necesita para el ejercicio del poder y la dominación.
   El proceso tiene dos polos – por un lado, el poder Total, jerárquico y excluyente; que avanza sin cesar, progresa en configuraciones cada vez mayores, a través de todas las resistencias. Así, afianza el dominio sobre los desadaptados y extranjeros. Por eso, diluye en el concepto de igualación, las relaciones de clase. Señalamos entonces el encantamiento del poder hacia la exclusión, la discriminación y la insatisfacción de las necesidades. Esta dinámica social se concatena con el analfabetismo y la incultura. En toda sociedad antagónica, las relaciones sociales son también de competencia, tras de la cual está la cruda violencia.  En el otro polo está el blanco empobrecido, el negro, el mestizo, el mulato, el indio, el judío, el hindú, el rumano, el árabe; es el hombre que calla y sufre, y se encuentra desprotegido, y cuya desprotección es también total. Ambos polos se condicionan mutuamente, pues es del miedo, la desprotección y la inseguridad, de lo que vive el poder Total.
   En una sociedad como ésta el hombre cree todavía estar seguro de su autonomía, pero, el Internamiento, la numerificación y la objetización de la existencia, definen la forma de la vida misma. El intelectual desorientado y desarraigado, la soledad no quebrantada es el único estado en el que aún puede dar alguna prueba de solidaridad. Al permitirse aún hoy la desnuda reflexión de la existencia se comporta como privilegiado; más al quedarse solo en la meditación declara la nulidad del privilegio. Será un desarraigado y desorientado. Porque el Árbol de la Vida es arrancado de raíz y, en su lugar, prima el Árbol del Conocimiento y el desarraigo. Cuando el intelectual acude a la bolsa de trabajo las personas sencillas les parecen seguras y objetivas, con lo que respecta a sus labores. Tan pronto se enfrenta a la situación de supervivencia es torpe e inseguro. En situación de inmigrante le toca luchar por su parte en el producto social, y la satisfacción de las necesidades prima sobre las ideologías, las ideas y lo trascendente de la vida.
   Si a toda costa se quiere establecer una distinción entre necesidades materiales e ideales, ha dicho Horkheimer, hay que insistir sin duda en la satisfacción de las materiales, pues en la satisfacción de éstas […] está implícita la transformación de la sociedad. Esta satisfacción implica, por así decirlo, la sociedad justa, que proporciona a todos los hombres las mejores condiciones de vida. Y esto significa la definitiva eliminación del dominio. En la sociedad del artífico y la globalización económica, el intelectual y el inmigrante común, tienen que luchar como un jabato no sólo por la supervivencia, sino también para que el Sistema no los anule. Por eso, glorificar la idea, los espejismos de las imágenes que ofrecen los medios de comunicación, Internet, la nostalgia de la Edad de Oro y el retorno a lo Siempre Igual, la felicidad fuera del Todo concreto. Significa entre otros no estar a la altura del Espíritu del Tiempo, esto es, de suplir las necesidades materiales y espirituales del hombre.
    En una situación de indefensión, miedo y soledad del inmigrante, la lucha contra la cultura en masas no puede llevarse adelante más que mostrando la conexión que existe entre la cultura masificada y la persistencia de la injusticia social. Como expresó Adorno: No criticamos la cultura de masas porque dé demasiado al hombre o porque le haga la vida demasiado segura – quede esto para la teología luterana -, sino porque hace que los hombres reciban demasiado poco y demasiado malo, que capas sociales enteras – de dentro y de fuera – permanezcan en espantosa miseria, que los hombres se adapten a la injusticia y que el mundo se fije como cristalizado en una situación en la cual hay que temerse, por una parte, gigantescas catástrofes y, por otra, la conjuración de astutas élites para mantener una paz muy dudosa”. Nos produce horror el embrutecimiento de la sociedad, si no existe un vínculo moral que posibilite nuevas formas de conducta, lenguajes y valoraciones, que en la medida de lo humano nos ayuden a combatir la injusticia y las desigualdades sociales.
   La mediocrización del espíritu y los movimientos del pensamiento, se concatenan al igualitarismo y la estandarización de la existencia. Relajar las exigencias espirituales y descender por debajo de su nivel posibilita que el hombre viva en la sociedad de la mediocrización. Ninguna categoría – dice Adorno -, ni siquiera la cultural, le está ya dada al intelectual y son miles las exigencias de su oficio que comprometen su concentración, el esfuerzo necesario para producir algo medianamente sólido es tan grande que apenas queda ya alguien capaz de ello. Por otro lado, la presión del conformismo, que pesa sobre todo productor, rebaja sus exigencias. El centro de la autodisciplina espiritual en sí misma ha entrado en descomposición. En este estado de cosas, las fuerzas que se presentan para el inmigrante como fuerzas de resistencia individual, no son por ello de índole individual. También en su ponderación va implícito lo social, y la conciencia intelectual del inmigrante se concatena con la autóctona desplazada y oprimida, para alcanzar en sus relaciones dialécticas la representación de la sociedad justa y que proporcione a todos los hombres las mejores condiciones posibles de vida.
   En su situación de inmigrante el intelectual pierde la inhibición que lo impulsa hacia abajo y sale a la luz toda la inmundicia que la cultura bárbara ha depositado en el individuo: la pseudoerudición, la indolencia, la banalización de las ideas, la credulidad mostrenca y la ordinariez. Él no es en la actualidad la consciencia representativa y representante de la sociedad; sus productos han adquirido el carácter de mercancías vaciadas en el mercado de la circulación y la demanda. Además cuando han adquirido una posición acomodada se olvidan de la escoria que una vez criticaron y se pliegan a los designios del poder. Si adquieren dinero son avariciosos como el comerciante, el empresario y el banquero. Por eso, marchan con los pobres de espíritu hacía el infierno, su reino de los cielos.
   Uno de los signos de la época es que ningún hombre sin excepción puede él mismo determinar su vida con un sentido tan transparente como antaño y no se encuentre expuesto por lo que piensa o hace, al exilio político o la inmigración. En principio todos son objetos, incluso los más poderosos. La mano protectora que una vez fue tendida al exiliado político o al inmigrante ahora se cierra como un puño. Como sí la paz, la convivencia, la libertad, la satisfacción de las necesidades del autóctono, estuvieran amenazadas. Así, se sienten objetivamente amenazados los que detentan el poder y, su séquito implementa políticas discriminatorias y excluyentes con relación al extranjero. Entonces se vuelven objetivamente inhumanos. Además recelosos mantienen a distancia al intruso desconocido, y son los mismos que cierran las fronteras al inmigrante. Y todo lo hacen en nombre de la democracia y la seguridad nacional.
   Por las relaciones sociales y la capacidad económica, el inmigrante es obligado a vivir en los barrios periféricos y barrios dormitorios, que no tienen relación con quien los habita. Son barrios diseñados por el Gobierno para pequeños burgueses y obreros diseminados en la esfera del consumo; el lugar donde se vive está inmerso en el proceso de producción, la oferta y la demanda, esto es, en el ámbito de la satisfacción de las necesidades humanas. La simbología y el lenguaje donde habita el inmigrante, hace de las condiciones que impone el exilio la norma de la vida. Como en todo lugar, la peor parte se la llevan aquellos que no tienen elección. Son los que habitan, sino en los barrios bajos, en pisos o guardillas, que niegan el calor de las casas que han dejado atrás. La casa ha pasado. Es sólo una imagen fragmentada en la bruma del tiempo. Así, la posibilidad de habitar es anulada por la sociedad antagónica, que en sí misma niega la posibilidad de vivir como hombre. Esa  característica de la sociedad encubre en las relaciones sociales y de mercado, la exclusión y la pobreza.
   Se observa en las sociedades un estado de solapada desdicha en la que la función suple a las relaciones dialécticas entre los individuos. Se trata de llevar la vida privada al límite de lo que permitan el orden social y las propias necesidades, se convierte para el intelectual y el inmigrante en deber moral. Deber de supervivencia y una relativa salud espiritual. En un mundo de vida falsa no cabe la vida justa, y el hombre alienado y extrañado de Sí mismo busca refugio en falsas salvaciones. Asimismo, la decadencia inmanente al proceso histórico se concatena a la violencia del Estado, donde la alteridad, el derecho a pensar, a expresarse, son catalogados punibles. La experiencia histórica actual, no obstante, tiende a la penalización de todas las relaciones sociales. En este orden, la vida y la cultura responden al desarrollo inmanente de la técnica y relaciones de poder. Allí en ese tejido el inmigrante se sitúa en los márgenes, es un hombre del margen.
   En un tipo de experiencia histórica como ésta, el individuo en cuanto individuo, en cuanto representante de la especie hombre, ha perdido la autonomía con la que poder hacer realidad la especie. El hombre se ha colocado fuera de la obra, se ha salido de ella; y ésta se ha vuelto autónoma, y ahora el hombre deviene cada vez más sustituible y prescindible. De él desaparece también – de dentro y de fuera – la esencia que lo determina. Del blanco empobrecido y del inmigrante, el Sistema y el poder no esperan nada de ellos, salvo la fuerza de trabajo. En cambio resulta sorprendente como son empujados, por una parte, a gigantescas catástrofes y, por otra, a centros de gravedad y hombres poderosos en los que se concentra y gasta la energía. Allí donde estos hombres encuentren resistencias políticas o sociales, aquí donde tropiecen con ellas, arrasan todo lo que encuentran a su paso, porque necesitan hacer tabula rasa. En un mundo como éste, las pruebas supremas del espíritu en su proceso de liberación, brillan por su ausencia; porque su atmósfera está cargada de injusticia y demonismo.

  
  


   

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