viernes, 13 de septiembre de 2024

 

EL PROBLEMA DEL TIEMPO Y LOS AVATARES DE LA EXISTENCIA          

                                                       

                                                         Madrid-España a 12/09/2024

 

Palabras clave: Tiempo, la Gran ciudad, esperanza, técnica, espíritu, utopías.

 

Antonio Mercado Flórez. Filósofo y Pensador.

 

Si en el fondo de la existencia el ser humano lucha contra el tiempo; resulta que sus diversas configuraciones determinan la Vida. El tiempo es la esencia misma de la vida humana. En el mundo que vivimos el tiempo concreto, circular o cósmico, no se adecúa al Espíritu de la Época. Porque los propósitos del Gran capital, la técnica, la ciencia o la nueva voluntad de poder, son indiferentes a los del hombre de carne y hueso. Por eso, su configuración simbólica se expresa en el mundo de los titanes, frío y distante, como también en el rostro del dolor y las necesidades humanas. Esta concepción del tiempo y de la historia lo ha invadido todo. El mundo que “ha sido” o, que “es”, el espacio donde habita el campesino, el carpintero, el jornalero, el talabartero, el profesor, el funcionario, el tecnócrata, el científico, el técnico o el político, están determinados por el tiempo abstracto, mensurable.

Así, el tiempo de las manecillas del reloj, del trabajo, del estudio, con sus horas uniformes e intercambiables se convierte en el toque de corneta de la civilización actual. Bajo su hechizo los hombres de la Gran ciudad realizan las transacciones financieras y comerciales, los coches automatizados trasladan a sus habitantes al trabajo y los niños al colegio, los mendigos buscan en la basura un mendrugo de pan, y los poderosos se apoltronan en sus oficinas para dominar el mundo que el destino les puso bajo sus pies. Además, el devenir de la concepción del tiempo abstracto, hace imposible percibir las ventajas de anteriores cálculos de tiempo. Es la representación más clara y evidente que el Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo, la atmósfera de los titanes y la cifra, el cálculo y sus juicios, determinan el sentido histórico de nuestra época. 

No podemos olvidar que el mundo nuestro está inmerso en las fauces del tiempo que camina o fluye, se escurre o se desliza. Un poder que avanza, progresa y como tal, inmanente al tiempo mismo. La interpelación que recibimos cada día es fuerte y fría; nos obliga a soportar el peso de la vida. Un mundo de distancias e indiferencias psicológicas como el que ofrece la Gran ciudad contemporánea, es el mejor que aviene al desarrollo del Capitalismo Global, del neoliberalismo económico y político, la primacía de la ciencia y la técnica.

Así, en nuestra época se cortan los lazos con el tiempo cíclico, cósmico, con el tiempo que retorna; el que retorna las lluvias, el Sol, las festividades y con ellas a los dioses. Sin embargo, el mundo nuestro diluyó en los sistemas de producción, el comercio, el consumo masivo, el ocio vacío de contenidos de sentido, el lujo, las esferas de lo dineral y lo efímero; lo que en su día representaron los “tipos” de sentido, las relaciones de la existencia, los contenidos de la vida. Quizá nuestros ojos, nuestra lengua, nuestra sensibilidad, nuestra conciencia y nuestra experiencia, hayan experimentado una modificación.

Así que, la lengua biológica e histórica que comunica contenidos espirituales, en su defecto, está dando paso a la lengua del artificio. Ahora vemos, pero no observamos: la sensibilidad y la solidaridad ante el hombre desnudo, solo y abatido, que antaño era común entre nuestros mayores; ahora vemos, pero no sentimos: la indiferencia ante el dolor y el hambre; ahora vemos, pero no sentimos: la indiferencia ante la muerte de niños, adultos y ancianos inocentes, en las guerras periféricas del tiempo actual. Empero, los ritmos de la vida cotidiana han dejado nuestra experiencia en una casa de empeño, por unas pocas monedas de lo actual; entonces, la conciencia crítica y juzgadora se sustituyó por los ritmos de la vida cotidiana.

Ernst Jünger dice: “El tiempo que retorna es un tiempo que trae y restituye cosas. Las horas dispensan obsequios. También son distintas, pues hay horas cotidianas y horas festivas. Hay ortos y hay ocasos, hay mareas altas y mareas bajas, constelaciones y culminaciones”. Este era el tiempo que regía la existencia y los ciclos de la naturaleza de los indígenas precolombinos; los pueblos y las aldeas del mundo. El tiempo nuestro, mensurable, cronológico y abstracto, en cambio, te sustrae y te niega cosas. Por eso, las manecillas del reloj cambiaron la percepción de la existencia y del mundo, de la vida y la muerte, de la alegría y la felicidad, de la conciencia del “Yo” concreto y del Otro.

Así, todo se ofrece en la escala de lo lineal, lo continuo, lo pasajero; las esferas del presente-actual. Una dinámica de la vida que posibilita que el ser humano se encuentre solo y desprotegido; a merced de fuerzas que lo trascienden. En una época como la nuestra, el tiempo avanza, progresa y como tiempo uniforme, los contenidos vitales, históricos o verbales, no tienen importancia. Esta concepción del tiempo no es otra que, la de la Cultura de lo efímero: la revolución de la información y las comunicaciones en Internet: Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft, X y sus algoritmos adictivos.

Por la primacía de la técnica y del tiempo continuo que avanza sin cesar, la “forma” sustituyó al “sentido”. El tiempo mismo, por ejemplo, adquiere más valor que el conjunto de las cosas del mundo o, de la vida misma. “Esa forma puede llegar a convertirse en un poder religioso –dice Jünger–, que es lo que hoy está ocurriendo en gran medida. De ahí el notable papel que el tiempo desempeña en el materialismo”. Observamos en este umbral, la falta de antagonismo entre la utilización del tiempo en el Sistema de Producción Global, con relación a los desajustes estructurales que contiene en sí.

Como el desempleo, el hambre, las enfermedades, las guerras entre enemigos y naciones, la exclusión social, económica, educativa y cultural; el predominio de los países desarrollados respecto a los lenguajes digitales y la Inteligencia Artificial generativa, en relación a los subdesarrollados; la producción y el comercio de armas a nivel mundial, entre otros. Porque la dynamis que lo determina no es otra que, la forma del tiempo abstracto y conmensurable. Jünger dice que “el tiempo puede llegar a convertirse en un poder religioso, en dogma”. Su importancia en el mundo materialista y hedonista de la época actual, lo confirma.

Jünger se pregunta, “¿en qué quedarían las doctrinas materialistas si se les quitase el componente del tiempo? Todas las utopías, no sólo las técnicas y biológicas, sino también las sociales y éticas, se alimentan de ese poder del tiempo que avanza, que progresa hacia su meta”. Si no existiera el progreso y la meta que esperamos, las utopías, la técnica y el mundo de los titanes, se convertirían en atroces fantasmas que atormentarían nuestra conciencia. Todo se dejaría al azar, sabemos que el azar no tiene miramientos con nadie. Este mundo suprimiría las tablas de valores. Entonces, el saber y el arte, la filosofía y la teología, la música y la poesía, se convertirían en herramientas adecuadas para exorcizar dichos fantasmas. Por eso, en nuestra época el tiempo se convierte en problema filosófico: ontológico y epistemológico. Ya que le concierne a la esencia, al tejido del Ser.

Nuestro mundo perceptivo se caracteriza por el antagonismo entre el espíritu que retorna y el espíritu que progresa. Son dos concepciones del tiempo y el espacio, también dos de la vida, del “ser” y “estar”. El antagonismo político entre conservadores y liberales, entre laicismo y clerecía, entre técnica y naturaleza, son sólo formas exteriores de los universales históricos. “Si estos cambian, si las estructuras sintácticas de la percepción se modifican –dice George Steiner–, se modifican también las formas de comunicación”. Sí consideramos los niveles de transformación, el discutido papel de los antagonismos históricos–sociales, son apenas un síntoma secundario y superficial.

Jünger sugiere que la solución sólo puede ser: “Conocimiento, coordinación y armonización de los diversos estratos, pues el tiempo cósmico y el tiempo terrestre siempre están presentes y las exigencias que hacen son distintas. El tiempo que retorna y el tiempo que progresa hablan a dos estados de ánimo fundamentales del ser humano, a saber: al recuerdo y la esperanza, que son los dos constructores del palacio que el hombre habita. En el recuerdo y la esperanza se encuentran el padre y el hijo, el espíritu conservador y el espíritu de cambio”. Uno habita en las profundidades de lo elemental, respira la atmósfera de la selva virgen o del mar; la de los pueblos ubicados en las fronteras de la atemporalidad como Macondo en Cien Años de Soledad; el otro, habita las Grandes urbes, es un ciudadano de la humanidad; la consciencia de sí y del entorno es una consciencia universalista. Es un creyente acérrimo del progreso, la técnica, la ciencia, la economía dineral y los lenguajes digitales; en él predomina la consciencia utilitaria y la razón de acuerdo a fines.

Por tanto, el hombre de mundo respira la atmósfera de la Gran ciudad, del trabajo, de la esfera dineral, de las relaciones jurídicas y contractuales, de las relaciones de fuerza, del lujo, de ahí que el lenguaje que habla es, el de la ciencia, la técnica, transformados en lengua artificial. Es un ámbito donde prevalece la Cultura de lo efímero y de lo Siempre igual.

Este estado de la existencia individual en la cultura y la civilización occidental reciente, se concatena a un nuevo ejercicio del poder. Así pues, ¿quiénes son los hombres y mujeres de la Gran ciudad? Naturalmente, seres que se apresuran para encontrarse solos; porque no existe una época de la humanidad donde los hombres y las mujeres, nunca se han sentido tan solos como ahora. Y, sienten en lo más hondo del alma, que son arrojados sin compasión al más espeso silencio de la tierra. Así que, la desdicha se apodera de sus corazones y descienden a lugares infernales donde mora el sufrimiento, el dolor, el miedo, extendiendo un velo misterioso sobre sus rostros y sus pensamientos.

Pero también existe el otro lado de la Vida, el que germina en el seno de las grandes desgracias y el sufrimiento. Entonces, las vidas dejan de ser insignificantes adaptadas a la reclusión, la soledad y el silencio; porque pueden observar por la diminuta y frágil rendija de la existencia humana, el resplandor de la Eternidad, el Poder Estático, que existe en el fondo de todo sufrimiento. El resplandor que aclara los caminos crepusculares que conducen a la liberación.

Tiene razón Walter Benjamín al decir: “¿En qué reconoce uno su fuerza? En sus propias derrotas”.

Jünger nos recuerda que el retorno es algo que viene determinado por poderes extraterrenales, es siempre cósmico e hijo del Sol; la esperanza en cambio forma parte, con el suicidio y las lágrimas, de los signos distintivos propiamente humanos. Así pues, la esperanza es algo humano–terrenal, un signo de imperfección. Pero el estado en que se siente la imperfección constituye ya, un estado superior a aquel en que no se la siente. Los detalles son conocidos, han sido descritos muchas veces; forman parte de nuestras experiencias más inmediatas.

Lo que llamamos progreso, es esperanza secularizada; la meta es terrenal y se halla claramente circunscrita en el tiempo. En cambio, para Steiner la esperanza y el temor son supremas ficciones potenciadas por la sintaxis. Es tan inseparable la una de la otra como lo son de la gramática. La esperanza encierra el temor al no cumplimiento; el miedo tiene en sí un grito de esperanza, el presentimiento de la superación. Es precisamente el status de la esperanza lo que hoy resulta problemático. En todo nivel –dice Steiner–, excepto en lo trivial o en lo momentáneo, la esperanza es una inferencia trascendental. El sentido estricto de esta palabra se apoya en presuposiciones teológico–metafísicos.

Por eso hablar hoy en día de la esperanza, es hablar de los orígenes y la condición del lenguaje; hablar del hombre como ser lingüístico y simbólico. “Tener esperanza” –dice Steiner– es un acto de habla, una forma de comunicación, interior o exterior, que presupone un oyente, ya sea este el propio “Yo”. Rezar es el ejemplo por excelencia de este acto. Y su fundamento teológico es el que permite, exige que el deseo, el proyecto y la intención se dirijan a oyentes divinos con la esperanza, precisamente, de recibir ayuda o comprensión”.

La esperanza no tendría sentido alguno en un orden completamente irracional, o en el ámbito de una ética arbitraria y absurda –recuerda Steiner-. “La esperanza tal como se ha estructurado en la psique y la conducta humana, tendría un papel insignificante si la recompensa y el castigo fueran determinados por sorteo”. Sí la esperanza es un signo terrenal del hombre, su espera infiere un “orden” nuevo, social y material, ético y espiritual. En consecuencia, la secularización de la vida en la cultura occidental moderna, disminuyó el “aura” religioso de la esperanza y fortaleció lo que llamamos progreso, esperanza secularizada. Su meta es terrenal y se halla circunscrita al tiempo histórico.

 Expresa Steiner: “Un pulso compartido de progreso, de mejora, confiere energía a la empresa filosófico-ética desde el comienzo del siglo XVII hasta el positivismo de Comte”.

Así pues, en “la consciencia individual del hombre occidental reciente, el movimiento principal del espíritu hace que la esperanza no sólo sea un motor de acción política, social o científica, sino también una actitud razonable. Una actitud razonable que, en la conciencia de la cultura occidental, está ligada a la mejora de la justicia social y el bienestar material; son la cristalización de un futuro, la anticipación racional del mañana”.

Pero también en este tipo de consciencia se ha ido cristalizando un pensamiento desesperanzado, de contra utopía, que ha experimentado un cambio cualitativo, pasó del optimismo a un súbito pesimismo. Ejemplos: Pascal en el siglo XVII, Kierkegaard en el siglo XIX, Huxley y Orwell en el XX. El progreso se concibe ahora como una tendencia material, social, económica y política, que no responde a las verdaderas necesidades y esperanzas humanas. Su progresión se aparta de sus designios y se observa una nueva especie de “disminución”. Esto nos permite pensar que se ha dado en la historia de la cultura occidental reciente, un cambio cualitativo del tiempo y de la consciencia que se tiene de él. Esta transformación infiere directamente en un cambio ontológico y epistemológico, que concierne a la esencia, al tejido del Ser.

Son modificaciones de la concepción del tiempo y de la esperanza, que no sólo inciden en el mundo histórico, social, político, cultural, científico y técnico, sino también en el espiritual y ético de la consciencia individual. No es casual que se reflexione sobre estos tópicos si hacen parte del “núcleo” de la cultura occidental reciente.

Resulta evidente en nuestro tiempo que la consciencia inventiva o común, evalúen las cosas o los aparatos técnicos de acuerdo a la renta que reportan. Dice Jünger: “Estamos habituados a juzgar los grandes inventos por los beneficios que nos rinden”. Nuestro mundo técnico está impregnado de esas ilusiones ópticas; trata de poner el origen, el fenómeno originario de la técnica o, de la ciencia bajo el rasero del beneficio. Pero olvida que es en nuestro tiempo cuantificable y cuantificado, donde las ilusiones ópticas de lo mensurable tratan de determinar los órdenes de la existencia individual. A saber, juzgamos los grandes inventos por los beneficios que nos reportan. De ahí que el tiempo mensurable, abstracto, determine el orden de la vida material y espiritual de los seres humanos.

 Este Darwinismo de los aparatos técnicos es una de nuestras ilusiones ópticas”.

El ilusionismo técnico, en su defecto, se concatena con el sentido de rentabilidad. No importa el propósito que ánima al saber, a la inventiva, importan los beneficios que reportan. Una época que considera los medios como fines, es una época que se interesa por la “forma”, más no por el “sentido”. De ahí que, en el origen, en el fenómeno originario –del saber y el conocimiento, de las prácticas sociales y las técnicas–, no intervengan nuestros fines. Así el Génesis de todo lo existente –material o espiritual–, es completamente ajeno a la rentabilidad. Por tanto, la inventiva, el saber en la historia de la humanidad, no han estado siempre bajo los propósitos de los fines y beneficios. Por eso en nuestra época materialista y hedonista, el sentido de rentabilidad y del placer alcanzó su máxima expresión. Por lo que toca a lo económico, los diversos procesos y la rentabilidad económica, se entrelazan con el Sistema de Producción Global. Existe entre ellos un juego de espejos, un juego de ecos, que se escuchan y se observan en todo el orbe terráqueo. Esto configura nuestro mundo y se expresa en tres esferas: el confort técnico, el saber y el Gran Capital; y, en consecuencia, entrelazan y generan un nuevo “tipo” de poder.

El mundo de los titanes y de la fragua de Vulcano, los cíclopes y el trabajo del hierro, sus aparatos técnicos e inventivas, son tan excitantes y embriagadores, que el hombre no tiene tiempo para pensar en sí mismo y el entorno que lo rodea. Hemos entregado las fuentes del ser en sí y para sí, la libertad creadora y la soledad que dignifica, a cambio de los ritmos del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo; de las fintas fugaces y degradantes del sentido de humanidad. En esta época profana y profanadora, se devela que los grandes sueños en los que ha venido ocupándose a lo largo de los siglos el espíritu de la humanidad, tratan de reducirse al concepto de progreso, de ciencia, de técnica y de rentabilidad. Pensamos que afortunadamente en esta alta civilización tecnológica, de sociedad de masas y de cultura de masas, “aún hoy continúa habiendo en nuestra investigación un rasgo alquímico, una voluntad misteriosa, cuya nobleza se delata en que no alcanza su meta. A eso se debe que “en nuestro mundo –que es un mundo creado por el espíritu– perdure un resto que el intelecto es incapaz de disolver”.

Ahora bien, está aflorando la consciencia y se palpa sobre la sensibilidad del mundo actual, que en todo momento y todo tiempo detrás del “cambiante paisaje”, se esconden fuentes primordiales de energía, y que “por debajo de los fenómenos fugaces” se hallan manantiales de agua viva: el Poder Estático, con sus afluentes de abundancia, “veneros de poder cósmico”. Ese saber –dice Jünger- constituye no sólo el cimiento simbólico-sacramental de la Iglesia y continúa desarrollándose no sólo en las doctrinas secretas y en las sectas; ese saber constituye también el núcleo de los filosofemos, por muy dispares que sean los mundos conceptuales de éstos.

En el fondo todas esas cosas van buscando el mismo secreto, un secreto que es patente a todo el que una vez en su vida ha recibido de él la iniciación; y da igual que ese secreto sea concebido como idea, o como mónada primordial, o como cosa en sí, o como existencia del hombre de hoy.

Como expresó Gershom Scholem: 

    Mientras el hombre exista sobra la tierra continúa la posibilidad, que “el mundo sea un enigma”.

Estamos tan inmersos en nuestro tiempo de titanes y de automatismo, que no nos damos cuenta “que nuestro tiempo guarda semejanza con un desfiladero estrecho y funesto por el que se compele pasar a los seres humanos”. Estamos tan hechizados por el Weltgeist, el Espíritu del Mundo, que no nos damos cuenta ¿qué prima en las coordenadas donde nos movemos, o en las esferas en que nos encontramos? En un mundo como éste nos asentamos en los humores de lo material y cotidiano (lo técnico, lo colectivo, lo típico, el lugar común, los lenguajes digitales), que afectan la naturaleza espiritual del hombre, esto es, a los contenidos espirituales de la lengua y los movimientos del pensamiento.

De ahí el ser humano no es capaz de percibir otros mundos perceptivos; y que existen momentos donde el instante es todos los instantes y se condensan en eternidad. O, que en el interior de todos y cada uno de nosotros, habita el Primer Adán. Y, cuando somos capaces de percibir lo que está detrás de los fugaces fenómenos, se nos revela diáfana la estructura fundamental. El lugar donde experimentamos nuestro Poder Estático, nuestra “Figura”, nuestro “Tipo”, nuestro ser en sí y para sí; y éste no es otro que el Espíritu. O, en otras palabras, el umbral donde se revela la magia de la Naturaleza y el misterio de Dios. En comparación con eso, los instrumentos se convierten en meras imitaciones. En instantes como ésos, se devela que el saber tiene una fuente en la cual no solo se acerca al arte y a la fe, sino que llega a unificarse con ellos.

Sabemos que existen instantes en los que el ser humano trasciende el duro hierro de los días, la rutina de la vida cotidiana, lo abstracto y mensurable, en lo que se convirtió el mundo. Son instantes en que la embriaguez del espíritu invade la plenitud del Ser, la totalidad de la existencia; y entonces se Revela el auténtico secreto del mundo. Son momentos de un relampaguear donde lo fugaz se hermana con lo eterno, el ser humano se quita la máscara y radiante aparece el rostro de la bondad. “Necesariamente esos ambientes y esos estados de ánimo habrán de diferenciarse de los cotidianos; podrían ser, por ejemplo, oníricos”.

Los Evangelios tienen pasajes donde la embriaguez del espíritu trasciende el duro hierro de los días; en ellos su fruto es el alimento de una gran cantidad de seres humanos, reclaman su lugar en la historia y en la vida. En los lugares donde el hombre tiene contacto con lo sobrenatural la apariencia del mundo evanescente se disipa y da lugar al Ruha Jacode de Iahvé: el Espíritu de Dios.

El hombre contemporáneo por estar inmerso en la algarabía de los lenguajes digitales y bajo el hechizo de la imagen gráfica en movimiento, es incapaz de percibir el auténtico secreto del mundo y la melodía del destino. La Gran ciudad con sus flujos urbanos, la rapidez con que se presentan y lo fugaz con que se alejan; no permite que el hombre se detenga a pensar los detalles de las cosas y los propósitos que éstas persiguen. Es decir, el sentido oculto de las cosas, de la vida y del mundo. Separarse un momento de la excitación nerviosa que vive la Gran ciudad significa alejarse de la monotonía y del ritmo de los procesos, la velocidad y el automatismo.

Esto sólo lo consiguen las conciencias despiertas y sensibles ante la magia de la materia animada e inanimada; como los artistas, los poetas, los teólogos, los escritores, saben mirar por debajo de los fugaces fenómenos de la realidad. Saben mirar por “detrás de la melodía del ritmo del proceso”. Ellos se convierten en voz de los que no tienen voz, en ojo avizor del que lo tiene nublado por los ritmos de lo cotidiano y en consciencia juzgadora, o crítica del orden existente.

Este “tipo” de hombre:

Casi siempre en una sociedad representan a los espíritus fuertes; ya que ejercen el poder absoluto de mando ante las adversidades de lo elemental, el dolor o la muerte. Se convierten en referentes éticos, políticos o sociales del mundo que les ha tocado vivir.

 

 

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