jueves, 14 de agosto de 2014

El hombre extravagante


<<Sólo una existencia extravagante puede encontrar satisfacción en el orgullo>>.
                                                                                 Thomas Mann



Antonio Mercado Flórez
  
   En la actualidad las palabras no corresponden a los hechos; y las imágenes sobrepasan la realidad. Como dijo Ernst Jünger: las imágenes son más eficaces que las palabras; no necesitan ser traducidas y actúan de manera directa […] La enorme afluencia de imágenes favorece un nuevo analfabetismo. La escritura es sustituida por signos; es observable una decadencia de la ortografía. La consecuencia que de ello se sigue es una vulgarización de la gramática. Estamos entonces en los umbrales de la cultura del artificio. Donde priman las relaciones artificiales sobre las relaciones de sentido.
   
   La civilización del artificio compele a liberarnos de la experiencia, la facultad de imaginar, pensar por sí mismo, la memoria verbal y visual, como si se tratará de un gran peso. Este tipo de civilización despilfarra la energía vital, incrementa la conversión del hombre en objeto, porque es concomitante con las utopías de lo inmediato. Los que ejercen el poder económico y político olvidan, que los contenidos de la experiencia yacen en el tejido vivo de la existencia. Creen que la existencia –dice el escritos Rafael Argullol- está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella.
   
   Este mundo de redes sociales y Facebook incrementa la miseria espiritual y el decaimiento de la condición humana. Asimismo, la existencia individual cada vez más pobre y más sórdida, la decadencia moral y la predisposición a exhibir la privacidad, como una confirmación de la existencia. En este ámbito la vida es entendida como un objeto de exhibición, de rapiña y saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Aquí la hybris del progreso exalta la objetización de la vida, incrementa el saqueo y el despilfarro vital. En la civilización del artificio las ilusiones ópticas y auditivas, son espejismos que hechizan y no dejan ver, la verdadera realidad. Esa que se oculta detrás del forro de los fenómenos y posibilita que el ser humano, alcance la categoría de persona.
   
   En la época de la técnica y las cosas vaciadas, a Walter Benjamín le llamaba la atención, que los mundos perceptivos se descomponen velozmente, lo que tienen de mítico aparece rápida y radicalmente, rápidamente se hace necesario erigir un mundo perceptivo por completo distinto y contrapuesto al anterior. Ese mundo era para Benjamín, consecuencia y a la vez condición de la técnica. Pensaba que entre el mundo de la técnica moderna y el arcaico mundo simbólico de la mitología se establecen correspondencias. Ahora, las actualizaciones en el perfil de las redes sociales, es el resultado de la caducidad vertiginosa de las palabras y las imágenes, que se concatenan a la civilización del artificio. La técnica remplazó al mito en la modernidad. Facebook, Internet, WhatsApp, etc., son los modos y los medios de comunicación de los lenguajes digitales y las imágenes, en la modernidad.
   
   Decía recientemente el filósofo José Luis pardo (El País, Madrid 6 de Mayo 2014), que “asistimos a través de estos modos de inflación de la privacidad (o sea, a una privacidad cada vez más henchida y proliferante); a la histérica renovación de la imagen de sí mismo, que le corresponde la velocidad enloquecida de su devaluación. Estos modos – reiteraba- deben tomarse en serio, porque suelen ser métodos para configurar la subjetividad”. Además, los poderes del presente anulan todo vestigio de solidaridad, de responsabilidad y amor, hacía el Otro. Mientras la vida es entendida como objeto y se anule la sentimentalidad, se oscurece lo luminoso de la libertad y la confraternidad. Se menguan los valores que moran en el interior del ser humano, en provecho del tópico y del lugar común. En otros términos, la técnica no es algo neutro sino instrumento de poder y dominio.
   
   Sabemos que la actualidad se concatena al capitalismo global y a la técnica, y desea apropiarse con cada aspecto de la existencia. Entonces el vaciamiento espiritual lo ocupa ahora, lo fugaz y artificial. La época actual es el tiempo de Acuario, del hombre extravagante, es decir, del hombre sin atributos. Es el tiempo presente de las escandalosas y vulgares exhibiciones de los nuevos ricos, la inmoralidad en los asuntos públicos y el predominio de las mafias del poder, del temor a expresar lo que se piensa, porque existen personas sin escrúpulo espiritual, del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. En este orden, los que ejercen el poder político y económico, desean convertir la existencia y todas las cosas rítmicas, en objetos de dominio y control. Son insaciables como la Loba que está a las puertas del Infierno, en la novela la Divina Comedia, de Dante Alighieri.
   
   El escritor Gustavo Martín Garzo, en referencia a un libro de Walter Benjamín, Infancia en Berlín hacía 1930, escribe un artículo en El País de Madrid, que titula La oración del jorobadito, y recuerda la atracción que de niño ejercían sobre Benjamín, los devanes, sótanos, escaleras y otros espacios olvidados de las casas. Personajes que en los cuentos, se dedican a hacer todo tipo de faenas a los moradores del lugar. Uno de ellos era un hombrecillo jorobado que aparecía cuando menos lo esperabas provocando un sinfín de desastres. Además, a ese hombrecillo no le podías ver y se limitaba a “recaudar de cualquier cosa que tocabas el tributo del olvido”. Benjamín fue ese tipo de hombre tocado por la mala suerte, pero dejó una obra aunque incompleta, como tributo por haber estado en el mundo de los hombres.
   
   Benjamín al igual que Kafka, le interesaba las cosas minúsculas, arrugadas, su relación con los márgenes, escondida y olvidada, por la historia y el saber. Para ellos la cultura no tiene que ver con el deseo de notoriedad, sino con el de ser y saber. El mundo del jorobadito es el mundo de la imaginación, la sensibilidad, el recuerdo y la memoria. Nuestro tiempo –dice el escritor Gustavo Martín Garzo- ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al jorobadito que lo visite. En su ausencia se crean Institutos de la Felicidad, se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos, expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la necesidad de ser positivo, de no dejarse llevar por la melancolía y la inutilidad del sufrimiento.
   
   Según ellos –prosigue el maestro- la cultura debe ser lo más parecido a una fiesta de cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos interminables. Pero “divertirse” escribe Adorno, significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún”. En el mundo globalizado, digitalizado, licuado, por las redes sociales y la imagen gráfica, significa estar a la altura del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo y sus juicios. Como dice Rafael Argullol: el deslumbramiento por lo trivial no es sino un peligroso desarme de la conciencia. Se trata de luchar con las armas de la razón, la memoria, el recuerdo, la historia, la experiencia y la imaginación creadora de <formas>; contra el peligro que supone el desarme de la conciencia y de los contenidos espirituales.

  
  
  
  




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