<<Sólo una existencia extravagante puede encontrar satisfacción en el orgullo>>.
Thomas Mann
Antonio
Mercado Flórez
En la actualidad las
palabras no corresponden a los hechos; y las imágenes sobrepasan la realidad. Como
dijo Ernst Jünger: las imágenes son más eficaces que las palabras; no necesitan
ser traducidas y actúan de manera directa […] La enorme afluencia de imágenes
favorece un nuevo analfabetismo. La escritura es sustituida por signos; es
observable una decadencia de la ortografía. La consecuencia que de ello se
sigue es una vulgarización de la gramática. Estamos entonces en los umbrales de
la cultura del artificio. Donde priman las relaciones artificiales sobre las
relaciones de sentido.
La civilización del
artificio compele a liberarnos de la experiencia, la facultad de imaginar,
pensar por sí mismo, la memoria verbal y visual, como si se tratará de un gran
peso. Este tipo de civilización despilfarra la energía vital, incrementa la
conversión del hombre en objeto, porque es concomitante con las utopías de lo
inmediato. Los que ejercen el poder económico y político olvidan, que los
contenidos de la experiencia yacen en el tejido vivo de la existencia. Creen
que la existencia –dice el escritos Rafael Argullol- está ahí para ser tomada,
para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella.
Este mundo de redes
sociales y Facebook incrementa la miseria espiritual y el decaimiento de la
condición humana. Asimismo, la existencia individual cada vez más pobre y más sórdida, la
decadencia moral y la predisposición a exhibir la privacidad, como una
confirmación de la existencia. En este ámbito la vida es entendida como un
objeto de exhibición, de rapiña y saqueo, cualquier otra consideración se
antoja secundaria. Aquí la hybris del
progreso exalta la objetización de la vida, incrementa el saqueo y el despilfarro
vital. En la civilización del artificio las ilusiones ópticas y auditivas, son
espejismos que hechizan y no dejan ver, la verdadera realidad. Esa que se
oculta detrás del forro de los fenómenos y posibilita que el ser humano, alcance
la categoría de persona.
En la época de la
técnica y las cosas vaciadas, a Walter Benjamín le llamaba la atención, que los
mundos perceptivos se descomponen velozmente, lo que tienen de mítico aparece
rápida y radicalmente, rápidamente se hace necesario erigir un mundo perceptivo
por completo distinto y contrapuesto al anterior. Ese mundo era para Benjamín,
consecuencia y a la vez condición de la técnica. Pensaba que entre el mundo de
la técnica moderna y el arcaico mundo simbólico de la mitología se establecen
correspondencias. Ahora, las actualizaciones en el perfil de las redes sociales,
es el resultado de la caducidad vertiginosa de las palabras y las imágenes, que
se concatenan a la civilización del artificio. La técnica remplazó al mito en
la modernidad. Facebook, Internet, WhatsApp, etc., son los modos y los medios
de comunicación de los lenguajes digitales y las imágenes, en la modernidad.
Decía recientemente
el filósofo José Luis pardo (El País,
Madrid 6 de Mayo 2014), que “asistimos a través de estos modos de inflación de
la privacidad (o sea, a una privacidad cada vez más henchida y proliferante); a
la histérica renovación de la imagen de sí mismo, que le corresponde la
velocidad enloquecida de su devaluación. Estos modos – reiteraba- deben tomarse
en serio, porque suelen ser métodos para configurar la subjetividad”. Además,
los poderes del presente anulan todo vestigio de solidaridad, de
responsabilidad y amor, hacía el Otro. Mientras la vida es entendida como
objeto y se anule la sentimentalidad, se oscurece lo luminoso de la libertad y
la confraternidad. Se menguan los valores que moran en el interior del ser
humano, en provecho del tópico y del lugar común. En otros términos, la técnica
no es algo neutro sino instrumento de poder y dominio.
Sabemos que la
actualidad se concatena al capitalismo global y a la técnica, y desea
apropiarse con cada aspecto de la existencia. Entonces el vaciamiento espiritual
lo ocupa ahora, lo fugaz y artificial. La época actual es el tiempo de Acuario,
del hombre extravagante, es decir, del hombre sin atributos. Es el tiempo presente
de las escandalosas y vulgares exhibiciones de los nuevos ricos, la inmoralidad
en los asuntos públicos y el predominio de las mafias del poder, del temor a
expresar lo que se piensa, porque existen personas sin escrúpulo espiritual,
del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. En este orden, los que
ejercen el poder político y económico, desean convertir la existencia y todas
las cosas rítmicas, en objetos de dominio y control. Son insaciables como la Loba que está a las puertas del Infierno, en la novela la Divina Comedia, de Dante Alighieri.
El escritor Gustavo
Martín Garzo, en referencia a un libro de Walter Benjamín, Infancia en Berlín hacía 1930, escribe un artículo en El País de Madrid, que titula La oración del jorobadito, y recuerda la
atracción que de niño ejercían sobre Benjamín, los devanes, sótanos, escaleras
y otros espacios olvidados de las casas. Personajes que en los cuentos, se
dedican a hacer todo tipo de faenas a los moradores del lugar. Uno de ellos era
un hombrecillo jorobado que aparecía cuando menos lo esperabas provocando un
sinfín de desastres. Además, a ese hombrecillo no le podías ver y se limitaba a
“recaudar de cualquier cosa que tocabas el tributo del olvido”. Benjamín fue
ese tipo de hombre tocado por la mala suerte, pero dejó una obra aunque
incompleta, como tributo por haber estado en el mundo de los hombres.
Benjamín al igual
que Kafka, le interesaba las cosas minúsculas, arrugadas, su relación con los
márgenes, escondida y olvidada, por la historia y el saber. Para ellos la
cultura no tiene que ver con el deseo de notoriedad, sino con el de ser y
saber. El mundo del jorobadito es el mundo de la imaginación, la sensibilidad,
el recuerdo y la memoria. Nuestro tiempo –dice el escritor Gustavo Martín
Garzo- ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al
jorobadito que lo visite. En su ausencia se crean Institutos de la Felicidad,
se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y
talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos,
expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la
necesidad de ser positivo, de no dejarse llevar por la melancolía y la
inutilidad del sufrimiento.
Según ellos
–prosigue el maestro- la cultura debe ser lo más parecido a una fiesta de
cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos interminables. Pero
“divertirse” escribe Adorno, significa siempre que no hay que pensar, que hay
que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su
base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad,
sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar
aún”. En el mundo globalizado, digitalizado, licuado, por las redes sociales y
la imagen gráfica, significa estar a la altura del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo y sus juicios. Como dice Rafael
Argullol: el deslumbramiento por lo trivial no es sino un peligroso desarme de
la conciencia. Se trata de luchar con las armas de la razón, la memoria, el
recuerdo, la historia, la experiencia y la imaginación creadora de
<formas>; contra el peligro que supone el desarme de la conciencia y de
los contenidos espirituales.
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