sábado, 20 de diciembre de 2014

La educación exige emociones

           
El fenómeno es imparable. Los nuevos tiempos exigen desarrollar las capacidades innatas de los niños y cambiar las consignas académicas.

Borja Vilaseca


¿Estamos educando a las nuevas generaciones para vivir en un mundo que ya no existe? El sistema pedagógico parece haberse estancado en la era industrial en la que fue diseñado. La consigna respecto al colegio ha venido insistiendo en que hay que “estudiar mucho”, “sacar buenas notas” y, posteriormente, “obtener un título universitario”. Y eso es lo que muchos han procurado hacer. Se creyó que, una vez finalizada la etapa de estudiantes, habría un “empleo fijo” con un “salario estable”.
Pero dado que la realidad laboral ha cambiado, estas consignas académicas han dejado de ser válidas. De hecho, se han convertido en un obstáculo que limita las posibilidades profesionales. Y es que las escuelas públicas se crearon en el siglo XIX para convertir a campesinos analfabetos en obreros dóciles, adaptándolos a la función mecánica que iban a desempeñar en las fábricas. Tal como apunta el experto mundial en educación Ken Robinson, “los centros de enseñanza secundaria contemporáneos siguen teniendo muchos paralelismos con las cadenas de montaje, la división del trabajo y la producción en serie impulsadas por Frederick Taylor y Henry Ford”.
Si bien la fórmula pedagógica actual permite que los estudiantes aprendan a leer, escribir y hacer cálculos matemáticos, “la escuela mata nuestra creatividad”. A lo largo del proceso formativo, la gran mayoría pierde la conexión con esta facultad, marginando por completo el espíritu emprendedor. Y como consecuencia, se empiezan a seguir los dictados marcados por la mayoría, un ruido que impide escuchar la propia voz interior.
La voz de los adolescentes
“Desde muy pequeño tuve que interrumpir mi educación para empezar a ir a la escuela”
Gabriel García Márquez
Cada vez más adolescentes sienten que el colegio no les aporta nada útil ni práctico para afrontar los problemas de la vida cotidiana. En vez de plantearles preguntas para que piensen por sí mismos, se limitan a darles respuestas pensadas por otros, tratando de que los alumnos amolden su pensamiento y su comportamiento al canon determinado por el orden social establecido.
Del mismo modo que la era industrial creó su propia escuela, la era del conocimiento emergente requiere de un nuevo tipo de colegio. Básicamente porque la educación industrial ha quedado desfasada. Sin embargo, actúa como un enfermo terminal que niega su propia enfermedad. Ahogada por la burocracia, la evolución del sistema educativo público llevará mucho tiempo en completarse. Según Robinson, “ahora mismo sigue estando compuesto por tres subsistemas principales: el plan de estudios (lo que el sistema escolar espera que el alumno aprenda), la pedagogía (el método mediante el cual el colegio ayuda a los estudiantes a hacerlo) y la evaluación, que vendría a ser el proceso de medir lo bien que lo están haciendo”.
La mayoría de los movimientos de reforma se centran en el plan de estudios y en la evaluación. Sin embargo, “la educación no necesita que la reformen, sino que la transformen”, concluye este experto. En vez de estandarizar la educación, en la era del conocimiento va a tender a personalizarse. Esencialmente porque uno de los objetivos es que los chavales descubran por sí mismos sus dones y cualidades individuales, así como lo que verdaderamente les apasiona.
En el marco de este nuevo paradigma educativo está emergiendo con fuerza la “educación emocional”. Se trata de un conjunto de enseñanzas, reflexiones, dinámicas, metodologías y herramientas de autoconocimiento diseñadas para potenciar la inteligencia emocional. Es decir, el proceso mental por medio del cual los niños y jóvenes puedan resolver sus problemas y conflictos emocionales por sí mismos, sin intermediarios de ningún tipo.
La base pedagógica de esta educación en auge está inspirada en el trabajo de grandes visionarios del siglo XX como Rudolf Steiner, María Montessori u Ovide Decroly. Todos ellos comparten la visión de que el ser humano nace con un potencial por desarrollar. Y que la función principal del educador es acompañar a los niños en su proceso de aprendizaje, evolución y madurez emocional. En esta misma línea se sitúan los programas de la educación lenta, libre y viva que están consolidándose como propuestas pedagógicas alternativas dentro del sistema. Eso sí, el gran referente del siglo XXI sigue siendo la escuela pública de Finlandia, país que lidera el ranking elaborado por el informe PISA.
¿Para qué sirve?
“Educar no consiste en llenar un vaso vacío, sino en encender un fuego latente”
Lao Tsé
La educación emocional está comprometida con promover entre los jóvenes una serie de valores que permitan a los chavales descubrir su propio valor, pudiendo así aportar lo mejor de sí mismos al servicio de la sociedad. Entre estos destacan:
Autoconocimiento. Conocerse a uno mismo es el camino que conduce a saber cuáles son las limitaciones y potencialidades de cada uno, y permite convertirse en la mejor versión de uno mismo.
Responsabilidad. Cada uno de nosotros es la causa de su sufrimiento y de su felicidad. Asumir la responsabilidad de hacerse cargo de uno mismo en el plano emocional y económico es lo que permite alcanzar la madurez como seres humanos y realizar el propósito de vida que se persiga.
Autoestima. El mundo no se ve como es, sino como es cada uno de quienes lo observan. De ahí que amarse a uno mismo resulte fundamental para construir una percepción más sabia y objetiva de los demás y de la vida, nutriendo el corazón de confianza y valentía para seguir un propio camino.
Claves para saber más


Libro
¡Esta casa no es un hotel!
Irene Orce (Grijalbo)

Este libro es un manual de educación emocional para padres de adolescentes. Está escrito desde la perspectiva de los chavales, y su intención es proporcionar claves y herramientas para que los adultos aprendan a crear puentes más constructivos con sus hijos.

Documental
La educación prohibida
Un documental que propone cuestionar las lógicas de la escolarización moderna y la forma de entender la educación, visibilizando experiencias educativas diferentes, que plantean la necesidad de un nuevo paradigma educativo.
Felicidad. La felicidad es la verdadera naturaleza del ser humano. No tiene nada que ver con lo que se tiene, con lo que se hace ni con lo que se consigue. Es un estado interno que florece de forma natural cuando se logra recuperar el contacto con la auténtica esencia de cada uno.
Amor. En la medida que se aprende a ser feliz por uno mismo, de forma natural se empieza a amar a los demás tal como son y a aceptar a la vida tal como es. Así, amar es sinónimo de tolerancia, respeto, compasión, amabilidad y, en definitiva, dar lo mejor de nosotros mismos en cada momento y frente a cualquier situación.
Talento. Todos tenemos un potencial y un talento innato por desarrollar. El centro de la cuestión consiste en atrevernos a escuchar la voz interior, la cual, al ponerla en acción, se convierte en nuestra auténtica vocación. Es decir, aquellas cualidades, fortalezas, ­habilidades y capacidades que permiten emprender una profesión útil, creativa y con sentido.

Bien común. Las personas que han pasado por un profundo proceso de autoconocimiento se las reconoce porque orientan sus motivaciones, decisiones y acciones al bien común de la sociedad. Es decir, aquello que hace a uno mismo y que además hace bien al conjunto de la sociedad, tanto en la forma de ganar como de gastar dinero.
En vez de seguir condicionando y limitando la mente de l as nuevas generaciones, algún día –a lo largo de esta era– los colegios harán algo revolucionario: educar. De forma natural, los niños se convertirán en jóvenes con autoestima y confianza en sí mismos. Y estos se volverán adultos conscientes, maduros, responsables y libres, con una noción muy clara de quiénes son y cuál es su propósito en la vida. El rediseño y la transformación del sistema educativo son, sin duda alguna, unos de los grandes desafíos contemporáneos. Que se hagan realidad depende de que padres y educadores se conviertan en el cambio que quieren ver en la educación

domingo, 7 de diciembre de 2014

La esposa de la canción


Escribir para Santa Teresa es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor que le haga decir lo que no sabe explicar. Cinco siglos después de su nacimiento seguimos leyéndola con gozo




GUSTAVO MARTÍN GARZO 11 DE OCTUBRE DE 2014

Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él donde nadie puede verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones, arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que ella da cuenta en sus escritos solo hablan del cuerpo transfigurado por el amor.
Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir, que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros más extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”.
Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla en sus trances
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de su familia y de su condición de mujer. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en una casa.
Que nada esté completo es la ley de los cuentos, por eso su mundo está poblado de seres rotos
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar a este respecto la importancia que tienen los diminutivos en el Libro de la vida. Se ha hablado de su valor afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”, todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de los villancicos y las canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser así ¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser contestadas.

Gustavo Matín Garzo es escritor.